jueves, 26 de mayo de 2011

Maldito sea el hombre que confía en el hombre: Un projet d'alphabétisation *

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Autora: Angélica Liddell.
Intérpretes: Angélica Liddell, Fabián Augusto Gómez, Lola Jiménez, Carmen menager, Johannes de Silentio.
Escenografía, vestuario, dirección: Angélica Liddell.
Teatro: El Matadero, (19.5.2011)
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 Entramos seducidos en el arranque de este espectáculo: es como la página de un cuento infantil, en la que, troquelados, se levantan esos árboles –planos- que forman un bosque. En corro y sobre la hierba, niñas que aprenden francés con su maestra. Después empiezan a jugar, escondiéndose entre los troncos. Son una docena de encantadoras criaturas con preciosos vestidos, todos iguales, como un grupo de Alicias en el país de las maravillas. Van tocadas con verdugos con orejotas de conejo –se colocarán también en el suelo conejos con realismo taxidermista-, una relación con el inicio del cuento de Lewis. Sólo veremos esa página.
    Tras el brusco cambio de luz, aparece en su sillón, con su correspondiente talla de aquellos vestidos, la propia autora, escenógrafa y actriz, que comienza su mitin en un largo monólogo -método utilizado en toda la función-, como es habitual en Angélica Liddell. Mira al público con desprecio, con la frustración de contemplar su propio espejo al salir del país de las maravillas. Odiará tanto a los malditos hombres, que no quiere verlos, acercarse a ellos o hablarlos, lo mismo  españoles, inmigrantes o negros. Dice que por la mañana se esfuerza en abrir la boca únicamente para ir a comprar el pan: va a un “chino”, toma la barra y pronuncia: “¿Cuánto es?”; y escucha únicamente: “60 céntimos”. Es el más largo diálogo que puede soportar. Porque somos todos odiosos, asquerosos, despreciables, repugnantes… Todos los sinónimos que pueda encontrar en el diccionario de Seco junto al de Casares. Tiende el público a pensar que tal texto pertenece a un personaje que se va a crear. No es así, es directamente la amargura y desesperación de Angélica Liddell.
    Hay una escena en la que se utiliza una máquina de carga, y surge un fallo mecánico en su conexión; ella pulsa de nuevo el interruptor, pero el aparato continuará parado. Se dirige hacia el equipo de eléctricos y empieza a gritar insultos –inútiles, imbéciles, gilipollas, ¿dónde hay un puto eléctrico?- hasta que aparece en la oscuridad un personaje que enchufa el cable solucionando así el problema. Pensábamos que esta escena iba a molestar a los trabajadores del teatro de El Matadero, pero en realidad no se trataba de un montaje, sino de la real histeria de Liddell. Conocí la verdad mucho más tarde al leerlo en El país, al parecer negándose el técnico a trabajar al día siguiente con la autora. De todas formas, salí corriendo, tras las loas y aplausos, por si acaso salía por el escenario un rifle cargado. Si lo explicamos así es para facilitar el sentimiento de esta obra.
    Hay una escenografía hermosa, cambiante de situaciones y plásticamente rica, montaje que cuenta con un alto presupuesto. Se utilizan algunos elementos circenses con un grupo de cinco chinos acróbatas. Esto nos hace descansar en estas cerca de tres horas de representación. Se marchaban algunos, muy pocos.
    Causa de la duración se debe a las numerosas canciones que se escuchan en silencio. Es, primero, una suite de Schubert, en un precioso piano que la repite una docena de veces. La sensibilidad llega a nuestros oidos con gozo: lo repetirá continuamente haciendo que nos llegue al cerebro machacado. Y la primera canción será la de Jeanette -con su traducción en sobretítulos, como en las demás- ¿Por qué te vas?, con aquellos versos como “Un corazón se pone triste”. Sé que en aquel tiempo pasado, por el pasillo de los calabozos de la Puerta del Sol donde encerraron a estudiantes tras cuatro o cinco hostias, un Primero de Mayo, vigilaba uno de aquellos grises y cantaba con burla el estribillo de Jeannette: Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así. Frases así no ha querido escuchar Liddell, sino exhibirse como reaccionaria. Elegirá también al desesperado Rolling Stones en Paint It Black : “Veo una puerta roja y quiero verla de negro/ sin colores nunca más, que se conviertan en negro”.
    Tanto insulto, tanta desesperación, le hacen llegar casi al suicidio. Tras los aplausos finales, salimos pensando que quizá nos iban a golpear en la salida.
Enrique Centeno

domingo, 22 de mayo de 2011

El viento en un violín ***

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Autor, dirección y escenografía: Claudio Tocalchir.
Intérpretes: Inda Lavalle, Tamara Kiper, Miriam Odorico,
Araceli Dvoskin, Lautaro Perotti.
Santiago: Gonzalo Ruiz.
Teatro: El Matadero. (18.5.2011)
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La madre, Lena, es una burguesita y posesiva dominante de su despistado hijo, dormilón y vago. En esta casa, la empleada ayuda y soporta, pacientemente, los nervios cercanos a la histeria. Y vemos, en la segunda escena, su modesta vivienda. Es Celeste viuda como la señora, perteneciente a una generación que, en su cariño, aceptará que su hija, Merche, conviva en la casa con el amor de Dora –su pareja lesbiana-, formando una relación entrañable, que tira de ella, ayuda y anima su fragilidad en su limitada vida, ya marcada.
    El autor argentino Claudio Tolcachir (1975) organiza esta obra con un gran riqueza y construcción: dos sociedades –alternativamente va la acción de uno a otro mundo, con situaciones permanentemente vivas- con enfrentamientos llenos de humor. También añade el autor a un personaje fronterizo, psicólogo en este Buenos Aires. Aún es joven el especialista, Santiago, y en su consulta, atiende a Darío de un modo que cuesta contener las carcajadas para no detener los diálogos. La mandona madre Lena, que envía allí a su hijo, ahora aparecerá en la consulta, definitivamente retratada por Tolcachir como un personaje burlesco.
    Teatro cercano al sainete, con una especie de drama-cómico. El texto tiene tanta vida, que no sería difícil montarlo con éxito. Pero aquí es mucho más, porque el reparto los forman seis personajes en esa singular categoría y dominio del escenario tan frecuente en las compañías argentinas. La actriz Inda Lavalle arranca la función saltando de la cama, presentando enseguida a Lena: durante toda la representación podría ser odiosa, pero tiene ese juego entre el humor y la realidad. Y a su lado, aparece también la sumisa Celeste, cuya inocencia y generosidad hace Tamara Koper, una mujer popular, discreta y silenciosa que es la madre más tierna que se pueda tener.
    Lautaro Perotti interpreta al muchacho Darío que ocupa el diván, con una larga conversación con Santiago: es un santo el psicólogo que interpreta el estupendo actor Gonzalo Ruiz. Él pregunta, usa las debidas respuestas, y va regateando para convertir sus relaciones. Una más de las formidables construcciones. La femenina y débil Merche se somete a momentos duros en su forzada sexualidad con un hombre –Dario-, y el creador lo entremezcla con la comedia con habilidad. Lo hace muy bien Miriam Odorico, e, igualmente, interpreta con talento Araceli Dvoskin esa masculinidad de la enamorada Dora. Es seguro que ha ayudado la dirección, pero la verdad es que siempre vemos la dramaturgia actoral del estilo que nos regalan los argentinos.
Enrique Centeno

viernes, 20 de mayo de 2011

Safronia **

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Autores: Antonio de Cos, José Padilla, Juan Vinuesa.
Intérpretes: Nuria López, Carlota Romero, Irene Ruiz, Nikele Urroz.
Vestuario: Gema Silveroni.
Escenografía: Marta Hernandez.
Iluminación: Pablo Seoane.
Dirección: David Boceta.
Teatro: Lagrada (15.5.2011)
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Fuimos el día 15 de mayo a conocer esta obra titulada Safronia, nombre también elegido por esta nueva compañía, como término que, al parecer, carece que significado. Bienvenidos.
    Vamos a imaginar también que transcurre en cualquier lugar del cosmos. Personajes perdidos, aislados en un mundo extraño donde se encuentran cuatro mujeres.
    Aparte del estupendo espectáculo, no entendemos bien de dónde han partido sus tres autores, Antonio de Cos, José Padilla, y Juan Vinuesa.
    La cosa es que ese día del Patrón de Madrid, en la conocida Pradera de San Isidro plagada con la tradicional fiesta, aparecía nuestra extraña presidenta, ataviada y sonriente entre el público –de eso se trataba- bajo una blanca sombrilla. Lo hemos visto en fotos y nos daba pudor esa exhibición política. Al anochecer, se realizaba la primera concentración, con unos 20.000 participantes: su convocatoria se hace por “Democracia real, ya”. Es probable que influya en ello lo que podríamos calificar como Manifiesto que corre por todas partes, ¡Indignaos!, libro de Stéphane Hessel con líneas como: “¿Quién manda? ¿Quién decide?” Bien podríamos añadir: “¿Es nuestro pensamiento capaz de conocer el mundo real;? (…) ... Esta pregunta se conoce con el nombre del problema de la identidad entre el pensar y el ser” (Engels). Son filosofías que los dramaturgos han expresado, con o sin intención, dentro de este potente drama que nos obliga a pensar.
    Nos expresamos así, porque la acción teatral de este Safronia muestra un espacio oscuro, en el que cada protagonista –Ludi, Bárbara, Juana y Águeda- va identificándose, una a una, con energía y sin miedo a sus condenas en el encierro. Lo organiza con perfección y sabiduría el director, David Boceta, con un vestuario bien diverso: agresivo, envejecido, sencillo o desconformado. Son signos de diferenciación y de trayectorias. Un original coro en el que se enfrentan, se unen, se mienten y terminan entendiéndose: el público entrará también en el violento ambiente.
    Lo hacen las formidables actrices Nuria López, Carlota Romero, Irene Ruiz y Mikele Arroz, que, entre la violencia, el drama y los acercamientos de esta obra, de una hora, crean electricidad de alta tensión. En el cuarteto, una de ellas, ligera, aparentemente simple, provoca cierto humor casi protector, pero al final resulta ser una especie de Campanita del cuento. Da al grupo la esperanza y el deseo de la liberación, cuando anuncia que conoce una lugar por el que se pueden escapar. Entre viejos bidones, hierros y escoria, explica que ha descubierto una claraboya que les permitiría huir de allí. Un lugar en la lejanía. No podemos ver ese colador y allí continuarán ocultas.
Enrique Centeno

lunes, 16 de mayo de 2011

Las más fuertes **

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Autor: Eusebio Lázaro.
Intérpretes: Eusebio Lázaro, Ana Marzoa,
Yolanda Ulloa, Nazareth.
Espacio escénico y dirección: Eusebio Lázaro.
Teatro: Fernán-Gómez. (13.5.2011)
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Hemos visto a Eusebio Lázaro en montajes excelentes, como actor y director de autores desde la tragedia actual hasta Eurípides, pasando por Shakespeare. Aquí ha querido, además, ocuparse de su texto. Lo decimos así porque, en realidad, hemos reconocido que su título, en plural, pertenece al monólogo de August Strindberg, La más fuerte.
   La representación se compone de dos partes. En la primera, veremos a la Señora X -así se llama en el original-, actriz que se encuentra con una compañera -Señorita Y- a quien habla entre ironías, desprecios y violentas críticas. Esta escena la traslada después Lázaro a un ensayo teatral en el que el director –interpretado por él- va indicando sus órdenes; es primero suave y va creciendo en sus correcciones -la segunda actriz apenas dice cuatro frases y luego decide desaparecer-, para ir llegando hasta la dureza y la tiranía entre gritos e insultos. Se va creando, entre el texto del libreto y la ruptura del ensayo, la definitiva separación. Estos dos personajes están unidos, además, como pareja, y aumenta así ese teatro dentro del teatro, que sirve para señalar la sumisión de la mujer. Se hace una alusión al machismo de Strindberg, algo que no nos entusiasma, porque el autor sueco, fracasado en sus tres matrimonios -el último con una actriz que le provocó la equivocada venganza cont ra la mujer-; no refleja este sentimiento común en sus títulos, como muestra en su obra maestra de La señorita Julia. 

    Con ambigüedad teatral, las interrupciones son entre la falsa realidad del texto que se ensaya, y la imaginada actualidad de la pareja. Un lejano Pirandello, creador del metateatro. Lo que ocurre es que el fuerte enfrentamiento descubre esa frustración llena de amargura, y de ahí al odio. Para salvar a la mujer, el argumento terminará con un triunfo en el supuesto estreno, con los saludos finales que veremos nosotros entre bambalinas. En esta pieza hay continuos tópicos entre peleas, visiones y consejos de mando, respuestas de discusiones sobre la biografía de la Señora X y El Director. Nos desinteresan sus relaciones, y es posible que Lázaro quiera representar un mundo que él conoce, y que es a él a quien le importa. No es mucho más, casi un presuntuoso interés por el mundo teatral. Lo que verdaderamente puede lograr su interés es la propia interpretación. Hace un buen trabajo Lázaro en un personaje algo caricaturizado. No es que nos interese el dúo, sino la estupenda interpretación de Yolanda Ulloa, los cambios en la doble fantasía –ensayo y enfrentamiento-, con tanta riqueza que verdaderamente puede evitar el fracaso.
Con Eusebio Lázaro y Yolanda Ulloa
    Y en la segunda pieza nos vamos otra vez al mundo del teatro. Una madura actriz que en su casa, solitaria, monologa sobre su trabajo: le han concedido el gran Premio a la mejor actriz. Entre vaso y vaso de alcohol, va reflexionando y recordando la estupidez de ese famoso mundillo. Ante su armario de ropa, irá cambiando sus vestidos y, finalmente, bebida, aparecerá en la entrega ante la audiencia de la profesión. Es una escena muy divertida en la que se enreda entre frases sinceras y satíricos topicazos de los artistas. Ante el atril, ya definitivamente borracha, le surgen las carcajadas, burlas sobre las falsas mentiras y sus ambiciones de fama, añadiendo el desprecio hacia los políticos que han asistido al acto. Esta locura es un monólogo formidable, nada sencillo, donde Ana Marzoa hace un impresionante juego en el que, verdaderamente, consigue hacer gozar al público, agradeciendo que dicte esta sospechosa realidad acerca de las mentiras, intereses y búsqueda de los votos para los aspirantes. A nosotros nos ha encantado, dentro del naturalismo de esta obra. Son estas dos actrices quienes pueden salvar esta función. Lázaro sabe dirigir e interpretar bien; no debió poner en marcha su propia comedia.
Enrique Centeno

lunes, 9 de mayo de 2011

El color de agosto ***

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Autora: Paloma Pedrero.
Intérpretes: María Ladera, Olga Goded.
Vestuario: La Gola Teatro.
Dirección: Jaroslaw Bielski.
Teatro: Réplika. (6.5.2011)
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Hace ya más de veinte años que vimos el estreno de El color de agosto. Casi todo desaparecerá, y quedará vivo este color. Sigue siendo, como esperábamos, una gran obra, al igual que la primera de Paloma Pedrero, La llamada de Lauren (1985). Ha tratado en diversas ocasiones a los personajes femeninos, y en la de ahora deja solas a las dos antiguas amigas de la escuela, María y Laura.
    La primera es una triunfadora, pintora cuyos cuadros le han llevado a la riqueza. La ruptura con su amiga, hace ya ocho años, lleva a Laura a buscar y localizar su fracaso, acudiendo falsamente y a través de una agencia, para un supuesto trabajo de modelo. No lo sabe aún el espectador cuando suena la puerta y aparece la fracasada Laura. ¿Pero qué va a ocurrir entre ellas?.
    A unos metros, frente a frente, parecen mirarse en breves palabras. Hay ya entre ellas una invisible mesa de poker con dama de diamantes y de picas. Dramáticamente, es un fuerte atrevimiento el de Paloma, que deberá mantener la tensión durante toda la representación. Pero sabe muy bien montar los diálogos. No necesita el recurso de los monólogos, tan frecuente, sino un riquísimo juego de barajas, donde las cartas salen con trampas, con verdades, arrepentimientos, amores de corazón y  marcadas de trébol -el hombre robado por la triunfadora, fuera de escena y a quien oímos en mensajes telefónicos-. Con descansos de amor, casi sexual, de discusiones, críticas y hasta una violencia física entre manchas de pintura. Van y vuelven siempre con la carrera dramática tan llamativa.
    La obra necesita una complicada interpretación en las numerosas rupturas, y luchan magníficamente María Ladera y Olga Goded. Claro que subir y bajar, volar o caer en paracaídas es dificilísimo, y debe el director –estupendo Joroslaw Bielski- enchufar, apagar y volver a fundir, para lograr un rítmico electrocardiograma. No se mantiene siempre.
    Durante la función no se oía una respiración, sino el calor del público. (No entendimos qué diablos eran esos golpes de palos arrítmicos y continuos que se realizaban al fondo de la sala). Y cuando terminaba, tras el mutis de Laura, rompió el público con entusiasmados aplausos dedicados el equipo y a la propia autora, que bajó al escenario para recibir los elogios.
Enrique Centeno

Rock & clown **

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Idea original: Yllana.
Intérpretes: Chus Herrera, Ramón Merlo, Mark Nef,
Orlando Valenzuela.
Espacio escénico y dirección: Yllana.
Teatro: Alfil. (2.2001)
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Payasos para adultos


  Son cuatro payasos. Ninguno de ellos es Augusto o Clown, y son ambas cosas a la vez: tonos y listos, envidiosos o agresivos, humanos y tiernos, infelices y desdichados pero también vanidosos y provocadores. Forman una jungla en la que las relaciones se entrecruzan, desde el optimismo de la carcajada, el exhibicionismo o la poética de perdedores. Todo tiene cabida en este curioso espectáculo.
    El feo título, Rock & clown es suficientemente explícito, porque todos ellos tocan instrumentos, también como el payaso tradicional, y lo hacen parodiando y rememorando viejos ritmos, por los que pasan de puntillas para no utilizar letras, puesto que, según la tradición circense, no emiten palabras, las cuales sustituyen por las imprescindibles onomatopeyas, o una rica gestualidad. Aquí lo importante es buscar la carcajada: desde el apolíneo al de la peluca postiza; del virtuoso y sorprendente percusionista al acróbata o malabarista que se burla de él mismo. Poseen, como los buenos payasos, excelente formación en sus respectivas habilidades, y trabajan con una conjunción magnífica.
    El espectáculo lo dirige Yllana, que es la compañía titular del teatro Alfil, y que no es la primera vez que produce sus propios componentes –los de 666, espectáculo muy celebrado-, y posee ese inequívoco estilo que la sala de la calle del Pez está imprimiendo a su programación para atraer sobre todo a un público joven. A las cualidades ya apuntadas, hay que añadir esa dirección muy conocedora de los lenguajes de la subversión y la trasgresión cómica, así como efectos escénicos sorprendentes. Algunos verdaderamente formidables –como los cambios en enanos de los actores, o la manipulación de “espontáneos” del público a los que manejan con un ingenio singular-, no siempre nuevos en Yllana y otros recurrentes un poco forzados –parece imprescindible en ellos el juego con los falos, que ya cansa-, pero el conjunto del espectáculo mantiene una muy alta calidad y consigue plenamente su propósito. Un teatro casi lleno, en día laborable, no de estreno cuando lo vimos, debió salir con dolor de estómago de tanto reír. Supongo que también los propios payasos, a los que se les nota que lo pasan bien con su trabajo.
Enrique Centeno

Tricicle 20 ***

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Creación, interpretación y dirección:
Joan Gracia, Carles Sans, Paco Mir. (Tricicle)
Escenografía y dirección técnica: Joan Jorba.
Teatro: Albéniz. (5.12.2000)
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Felicidades, truhanes


Empezamos a ver a Tricicle en pequeñas salas antes de que se convirtieran en una de las compañías más prestigio, dedicadas al humor. Hoy nos traen añoranzas y recuerdos de los veinte años de ininterrumpidas creaciones. Peinan ya canas, y nos enseñan fotografías y filmaciones de los primeros tiempos para demostrarnos, a continuación, que siguen en forma, con el mismo talento y con una preparación física excelente, algo imprescindible para el tipo de trabajo que realizan.     En esta ocasión, al placer de sus creaciones se une esa sensación entrañable de la memoria: el teatro es efímero por su propia naturaleza, y es insólito que este tipo de recuerdos se reciban desde un escenario (también lo hicieron Els Comediants en su 25 aniversario). Joan Gracia, Carles Sans y Paco Mir nos trasladan a los tiempos de Manicomic con escenas inolvidables como esa parodia genial de Soy un truhán; truhanes ellos mismos, malabaristas del humor, escamoteadores de la tristeza, repasantando también escenas de Exit; ofreciendo el surrealista combate de boxeo a tres de Slastic; se burlan del horror con Terrific, o
 montan la burla escatológica con las tazas de wáter de Entretrés. Hacen un ligero cambio, la introducción de muy pequeñas variantes –los teléfonos móviles, por ejemplo, con el que organizan un juego desternillante- que deforman ese recorrido por los veinte años que, naturalmente, “no es nada”, tango que forzosamente tenía que escucharse en el espectáculo. No sé si la canción decía la verdad, pero en el caso de Triciclo, no son efectivamente nada: ahí siguen, con su genialidad cómica sobre la vida cotidiana, con su mirada de niños interpretando grotescamente las paradojas de cada día, el absurdo y las contradicciones más cercanas. Felicidades.
Enrique Centeno

Te quiero, eres perfecto..., ya te cambiaré ***

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Autores: Joe di Pietro y Jimy Roberts.
Intérpretes: Silvia Marsó, Miguel del Arco, Carmen Conesa,
Víctor Ullate.
Músicos: Mónica Fuentefría (violín), Lázaro Pulido (contrabajo),
Villá (piano).
Vestuario: Antonio Belart.
Coreografía: Montse Colomer.
Dirección musical: Manuel Gas.
Dirección: Esteve Ferrer.
Teatro: Marquina. (1.12.2000)
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Sainetes neoyorquinos


Hay un estribillo pegadizo en este musical que asegura: “Esto es lo que hay”. Resume lo que quiere ser la obra, lo que pretende: retratar estampas cotidianas sobre los hombres y las mujeres, sobre el amor o la desesperación, los celos o el fracaso, la vejez y la presunción. Su antecedente entre nosotros serían los pasos o los sainetes rápidos ya en decadencia: estampas de la vida cotidiana un poco exageradas y pasadas por el tamiz del desenfado y del humor.
    Ha tenido la función mucho éxito entre los norteamericanos (y no sólo entre ellos), mucho más habituados al musical que el público español, y que sin duda se han visto bien reflejados en los muchos personajes que aquí aparecen. Porque, igual que el sainete, esta función es evidentemente castiza. Aunque Anna Ullibarri y Roser Batalla hayan hecho, en la adaptación, claros acercamientos a nuestro mundo (la traducción es fresca, graciosa, aunque en algunas canciones salen a veces versos horribles). Se consigue lo principal: muchas risas y el disfrute de un musical sin superproducción pero perfectamente hecho.
Para conseguir una galería extensísima de personajes, con tan solo cuatro intérpretes, es preciso que éstos tengan una buena capacidad de transformación, es decir, que sean buenos actores, además de bailar y cantar, y es ése quizá un importante elemento diferenciador de este Te quiero, eres perfecto…, ya te cambiaré, que lo relaciona, de alguna manera, con algunos musicales de nuestras mejores compañías catalanas (el paradigma sería Dagoll Dagom). Están muy bien Miguel del Arco y Víctor Ullate, pero se lo come todo Silvia Marsó y Carmen Conesa. Graciosas, con talento, con mucha gracia bailando, gesticulando y cantando mostrando a cada instante una formación completa y alardeando, como debe ser en este tipo de espectáculos. En los momentos en que están juntas arrasan con su simpatía Yo creo que es lo mejor que tiene este divertido musical, en el que suena en directo una pequeña pero excelente orquesta, y todo se logra ensamblar con perfección gracias a la sabia dirección de Esteve Ferrer.
Enrique Centeno

Te quiero, muñeca ***

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Autor y director: Ernesto Caballero.
Intérpretes: Maribel Verdú, Luis Merlo, Marisa Pino,
Federico Celada, Aurora Sánchez.
Vestuario: Patricia Hitos.
Escenografía: Gerardo Trotti.
Teatro: Centro Cultural de la Villa. (19.10.2000)
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La muñeca rebelde

 
El mito de Pigmalión, o el del más truculento Frankestein, es retomado aquí por Ernesto Caballero imaginando que la era de la cibernética puede permitir crear un mutante –una mujer, en este caso- al servicio del hombre solitario y simpáticamente insoportable. La mujer esclava, o la mujer objeto, la sublimación de la muñeca hinchable, a la que se puede detener u ordenar con un mando a distancia, y sirve sin duda al autor para hacer una socarrona crítica a la dominación del hombre y al sometimiento de la mujer. Y, sin embargo, un juego dramático ingenioso hace que el robot deje de serlo y se convierta en una nueva Nora (es así, precisamente, como se ha bautizado a esta mujer de pilas), y que, como la protagonista sometida de Casa de muñecas, de Ibsen, sorprenda con varios portazos y abandonos. Caballero ha querido, en todo caso, hacer una comedia amable, de modo que el final de esta atractiva Nora nada tendrá que ver con la de Ibsen.
    La comedia, excelente, muestra también influencias en el terreno formal, con un humor que a veces parece sacado directamente de Jardiel Poncela y otras de la comedia crítica de Alonso de Santos: no son malas fuentes, desde luego, sobre todo en manos del autor de este Te quiero, pequeña, que ya ha demostrado sobradamente su talento, y que nunca ha renunciado a encararse com temas que nos conciernen. Sí es nuevo en él –como autor y director, labor que ha compaginado con frecuencia- este tipo de producción cuyo mayor reclamo está, sin duda, en los intérpretes. Hacía muchos años que no veíamos a Maribel Verdú sobre un escenario, y lo cierto es que vuelve a las tablas con esas facultades que no siempre se ven en quienes se dedican únicamente a la televisión o al cine. Con presencia, voz y excelente expresividad, está Verdú espléndida en su doble personaje. Y la acompaña Luis Merlo, que aunque ha adquirido algún tonillo familiar, hace estupendamente su personaje, como es habitual en él. Junto a ellos, una divertidísima cómica, Marisa Pino, que se encarga del desternillamiento a base de dislocar al máximo su alocado personaje, Así como Federico Celada y Aurora Sánchez, que completan un reparto sin fisuras. El público rió mucho durante la representación, premió al final a todos en el remozado Centro Cultural de la Villa. Sin duda hay comedia de éxito para rato.
Enrique Centeno

Top dogs **

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Autor: Urs Widmer.
Versión de Philip Rogers.
Intérpretes: Mar Regueras, Fernando Guillén,
Ricardo Moya, Juli Mira, Sergi Calleja, Pep Sais, Vicente Genovés, Ángela Castilla.
Escenografía: Jon Berrondo.
Vestuario: Patricia Hitos.
Dirección: Mario Gas.
Teatro: Albéniz. (14.9.2000)
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Los pobres amos del mundo


Estos “perros de presa” son esos seres lejanos que, encorbatados, ocupan los despachos de altos cargos y directivos de las multinacionales, y aquí fomentan la desigualdad y la explotación. Lo curioso de esta idea es que se trata de ocho sujetos que han sido despedidos por su relevo generacional, su menor competitividad, sus problemas personales o familiares. Y acuden a un centro terapéutico donde curar sus frustraciones, e incorporarse de nuevo como capitanes del mundo.
    El texto cuenta todo esto en clave de humor, incluso de farsa, de modo que nos riamos con estos personajes a los que, en el fondo, despreciamos profundamente. Para su reciclaje o recuperación se ven sometidos a pruebas de inhibición, de autoestima, de correctivos, para incorporarlos al mercado de los grandes trabajos; y la obra se hace con procedimientos que buscan la burla, la caricatura. También la comprensión e incluso la compasión: hay una primera parte muy pesada, con un texto endeble, con el que los intérpretes luchan por defenderlo, pero que aburre muchísimo; también los propios personajes, porque a muchos nos interesan, francamente, nada.
 tarda mucho en saber a dónde quiere ir a parar el autor, o a dónde pretende llegar Mario Gas, el admirado director: durante más de una hora, aquello parece una solemne idiotez, una comedia casi reaccionaria, acogiendo con humanidad a quienes despiden, estafan, seleccionan personal, trincan o devoran en el trabajo de alto standing. Se tarda demasiado, decimos, y la verdad es que casi dan ganas de abandonar la sala.
    Y de pronto, tras el entreacto, descubre sus cartas el autor y, posiblemente, más aún el director: estamos ante uno de esos montajes teatrales en los que la puesta en escena supera al texto propuesto. Los personajes, en principio despreciables, parecen tener, o así nos lo quieren contar, su “corazoncito”. Y, despedidos de sus trabajos, encuentran las más dispares ocupaciones, las inquietudes más absurdas, o las salidas del desconsuelo a veces patéticas. Se trataba de una burla, de un ataque, de una rebeldía hacia una clase laboral o profesional que en realidad está constituida por hombrecitos vestidos de lujo. Algo que tarda demasiado el espectáculo en hacérnoslo ver.
    Ante un texto en su mayor parte débil, cabe la salida de gozar de una escenografía de geometrías hermosas –anda por ahí la influencia de Bob Wilson-, también en la magnífica iluminación de Quico Gutiérrez -una obra de arte-, de una inteligente dirección coreográfica y, sobre todo, de una interpretación formidable. Se trata de una sucesión de monólogos, en composiciones corales, donde vamos conociendo a cada uno de los personajes. Todos están impecables. Desde Fernando Guillén, en un tipo insólito en su trayectoria naturalista –aquí todo es minimalista, farsesco o distorsionado- hasta las dos enormes actrices, Mar Regueras y Ángela Castilla, pasando por todos los demás, aunque parece imprescindible mencionar especialmente las dotes histriónicas y cómicas de Pep Sais.
    Al final, parece que Mario Gas no está tampoco seguro de a dónde va la función, de modo que hace añadidos diversos, aclara a ritmo de bombos y retahílas su denuncia, como si dudase de que el juego cómico no transmitiera lo que se había propuesto. Y en los últimos minutos se vio claro que, en todo caso, aquellos personajes nos importaban un pimiento. Fue la caligrafía actoral y estética la que, probablemente, puso de pie al público la noche del estreno.
Enrique Centeno

miércoles, 4 de mayo de 2011

Historia de un caballo ****

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Autor: Leon Tolstoi.
Versión de Enrique Llovet.
Intérpretes: Carlos Hipólito, Francisco Valladares, Pilar Barrera,
Gonzalo Benavides, Antonio Canal, Fidel Almansa, Ángel Amorós,
Javier Collado.
Adaptación musical: José Nieto.
Escenografía: Ana Garay.
Vestuario: Montse Amenós.
Coreografía: Teresa Nieto.
Dirección: Salvador Collado.
Teatro: La Latina. (27.9.2001)
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Una hermosa parábola


Con la etiqueta de “musical”, al parecer muy taquillera, se está inundando nuestra cartelera de bodrios y estupideces inaceptables. Viejas, lacrimógenas, ingenuas o simplemente estúpidas. Y llega de pronto un formidable espectáculo en formato musical que hace vibrar los sentidos y da rienda suelta a la razón. Historia de un caballo es una parábola hermosísima sobre las relaciones humanas que, curiosamente, hizo Tolstoi a través de un cuento cuyo protagonista es un perplejo caballo. Un singular personaje que arroja una mirada crítica y a la vez tierna sobre la sociedad, mostrando sus cualidades y sus servidumbres. Todo lo cual muestra, una vez más, que el formato musical puede ser dirigido a espectadores inteligentes y no sólo a la morralla festiva.
    No es fácil poner en escena una obra en la que la mayor parte de los personajes debe hacer de caballos: no se asusten, porque sin máscaras ni látex, sin recursos de cartón piedra, todo el numeroso elenco lo consigue. La fórmula es aparentemente sencilla: se ha acudido a verdaderos actores, comenzando por Carlos Hipólito –sensible, comunicador, de expresividad trabajadísima- y continuando por todos sus compañeros de cuadra, espléndidos en coreografías, en credibilidad, en disciplina absoluta. Claro que no hay más que mirar los nombres del coreógrafo, del escenógrafo o de la figurinista, todos de primera magnitud, para comprender que son a esta clase de creadores a quien hay que acudir si se ambiciona algo más que la taquilla, es decir, la obra de arte.
    Hay siempre alguna objeción que poner: al menos el día del estreno no se consiguió una perfecta ecualización del sonido –es magnífica la música de José Nito, de sentimentales resonancias rusas-, que probablemente se logrará en sucesivas representaciones. Pero ello no fue obstáculo para apreciar la calidad de todos los intérpretes, entre los cuales es preciso reconocer una magistral y riquísima actuación de Francisco Valladares, sorprendente en su personaje de farsa, en sus intervenciones cantadas, verdaderas antologías en cuanto a combinación de canto e interpretación, con mucha inteligencia, y ricos matices. Con él, impecables actores como el sólido Antonio Canal, Andrés Amorós o Pilar Barrera,, aunque no hay fisura alguna en el reparto. Se montó esta obra, sin música, hace casi veinte años por Manuel Collado, desaparecido como su protagonista, José María Rodero. Hoy la revitaliza el hermano, Salvador Collado, que ha organizado y coordinado a muchos talentos juntos para conseguir una verdadera obra maestra.
Enrique Centeno

Sin rencor *

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Autores: Sam Bobrick y Ron Clarrk.
Versión de Juan J. de Arteche.
Intérpretes: Carlos Larrañaga, María José Goyanes,
José Olmo, Luis Perezagua, Marta Gutiérrez.
Vestuario: Lola Barrera.
Escenografía: José María Brioa.
Teatro: Príncipe. (5.9.2000)
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Guapo, petulante y con rifle


María José Goyanes

Roberta Lane, la infeliz protagonista de esta función (María José Goyanes), ha esperado hasta el día de la boda de su hija para hacer el atillo y abandonar a su impresentable y acomodado marido, Ronald (Carlos Larrañaga). Se tiene la impresión de que a éste lo que de verdad le disgusta no es tanto el perder a su mujer, sino el verse abandonado siendo rico, apuesto, simpático y seductor; y, sobre todo, que ella se marche con un simple camarero que, además, no es “norteamericano”, como él, sino un vulgar meteco griego. A partir de este planteamiento tan vulgar, tan visto, de tan escaso interés, ya se supondrá que todo está al servicio del viejo galán, de su simpatía, de la complicidad que establece con su público, que acepta esa presuntuosidad clásica del galán de comedia tan abundante en nuestros escenarios. Lo hace bien, que quede constancia. Importa un pimiento, que quede fe de ello igualmente. Se le ve feliz, en ese personaje machita, presuntuoso, fascista (se lo llama su propia esposa), xenófobo, violento (llega a utilizar un rifle contra el amante, lo cual se presenta en una escena como algo verdaderamente gracioso): es, en fin, el paradigma de todo lo despreciable de un hombre y que, sin embargo, los autores se empeñan en presentar como objeto de humor, de divertimento, de consentimiento obsceno. Esto es lo que se llama una obra profundamente reaccionaria por la defensa a ultranza de este miserable personaje.
    Se aducirá que no es para tanto, porque a fin de cuentas se trata de un juguete cómico: no es así, porque el tratamiento cariñoso y hasta simpático de determinados personajes constituyen una apología de los mismos que resulta hasta ofensiva. Por mucho que el texto esté escrito con gracia, como algunos chistes tienen también su gracejo y, sin embargo, contienen un mensaje perverso. Todo lo dicho no nos impedirá admitir que ésta es la mejor función que ha hecho Larrañaga nunca en cuanto a la puesta en escena y a la interpretación. Se ha rodeado de buenos profesionales, entre los que está, además de la excelente Goyanes, un eficaz Luis Perezagua, Luis Olmo y la joven Marta Gutiérrez. Quisiera el crítico saber la razón por la que se recurre a autores norteamericanos para estas tonterías, habiendo aquí muchos comediógrafos igual de malos, e incluso no pocos de muchísimo más interés humorístico,
Enrique Centeno

martes, 3 de mayo de 2011

Atraco a las tres ***

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Autores: Pedro Masó, Vicente Coello, Rafael Salvia.
Versión de la peícula por Banca Suñén.
Intérpretes: Manuel Alexandre, Iñaki Miramón, José Luis Martínez,
Carmen Machi, Ana Trinidad, Víctor Gil, Juan Antonio Godina, Javivi,
 Jorge Calvo, María Lanau, Hugo Silva, José Luis Huertas.
Banda sonora: E. Ferrer, Mariano García.
Iluminación: Guillermo Galán.
Escenografía: Carlos Montesinos.
Vestuario: Mayte Álvarez.
Dirección: Esteve Ferrer.
Teatro: Centro Cultural de la Villa de Madrid. (11.1.2002)
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Carcajadas en sepia


Fue, en los años más penosos del cine español, cuando un grito, una denuncia, un testimonio, hicieron tres excelentes guionistas que despreciaron al cine de la sumisión y de la alienación. Hoy es casi un homenaje trasladar a aquella película al teatro. Homenaje porque representa un testimonio de os cineastas no sometidos también porque retrata una sociedad, un mundo sórdido. Sus protagonistas, los empleados de un banco; su trama, la ocurrencia de hacer un atraco a la propia sucursal. El lenguaje, el del viejo sainete realista que tantas veces ha servido en nuestro teatro de crítica y de denuncia.
    Esta sucursal bancaria es un micromundo de la sociedad de los 60. No hay Gesdcasteras, Camachos ni grandes banqueros con brillantina. Se trata de un grupo de infelices que, sn saberlo, están rebelándose en realidad hacia el sistema con planes proyectos modestos, a veces patéticos. Comedia de enorme ternura, plagada de claves sociales escondidas en un lenguaje y unas situaciones desternillantes que, sin embargo, no no escamotean al espectador el drama interno. Drigida con mucho talento, interpretada magníficamente –es un trabajo coral, aunque parece imprescindible citar al viejo maestro de la comedia del cine, Manuel Aexandre-, Atraco a las tres produce una agrduce permanente carcajada. Tiene ese color sepia de las postales auténticas, porque apelan a la memoria y no hay engaño en ella. Con ella inicia el Centro Cutural de la Villa de Madrid sus 25 años de existencia. No es mal comienzo.
Enrique Centeno

Bancarrota ●

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Compañía Legaleón
Dirección: Óskar Gómez Mata.
Teatro: Canto de la cabra. (17.7.2002
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El absurdo y lo absurdo

Se espera, cada año, la inauguración de la temporada al aire libre de la sala El Canto de la Cabra, de Madrid. No tenemos memoria de que haya decepcionado nunca, sino todo lo contrario (desde Koltès a Beckett, pasando por Marco Antonio de la Parra, por Joyce, por Alfonso Alegría, siempre con estupendas compañías). Y se acude, por tanto, con una ilusionante expectación a la inauguración de este nuevo verano. Joder, no se entiende qué criterio se ha seguido para que esta imbecilidad haya sido programada. Ya sabemos que andan detrás diputaciones forales, ayuntamientos vascos y gobiernos de Euskadi: el teatro del País Vasco se tambalea, va muriéndose en la mediocridad desde que trincó las subvenciones y hace años que, con alguna excepción, no produce nada de interés.
    Esta función –en castellano o español- es una especie de psicodrama que bebe, plagia e imita al teatro del absurdo: se le llamó así, en una definición controvertida, porque denunciaba en clave de farsa la situación de la posguerra que no trajo al mundo sino situaciones difíciles de explicar; de modo que se optó, por grandes dramaturgos, por explicar el mundo desde ese absurdo. Hoy el plagio es absurdo, en la acepción más directa del término. Estos chicos vascos no solo son absurdos, sino realmente anacrónicos, antiguos, varados en tiempos pasados. Me duele decirlo, porque en su entusiasmo se percibe mucho esfuerzo, mucha fe –ésa que mueve montañas y subvenciones- y también se nota que ellos se creen la bobada imitatoria que hacen.
    Por cierto, la hacen entre todos ellos: Lo dirige Óskar Gómez , que es a la vez intérprete y “guionista” junto a los demás miembros del equipo, que al parecer valen lo mismo para un roto que para un descosido.
    Ya va refrescando un poquito en Madrid. La noche del estreno a este viejo crítico le acosó una bajada de tensión a la que quizá colaboró el tedio de una función que buscaba el sarcasmo y en la que los fieles espectadores estaban literalmente “pintados”, es decir, impávidos y aburridos, sin entender a que venía ese coño o aquella polla. Cordiales vecinas de butaca le ofrecieron un abanico y un caramelo; se dio cuenta una de las presuntas y esforzadas actrices, y en su teatro vivo y provocativo, le increpó y casi insultó para que saliera de la sala. Al terminar la representación no salieron a saludar. Quizá era un signo de diferenciación, ellos tan progres, tan desnudos, tan vascos en Madrid- aunque el crítico estaba esperando ese momento para no interrumpir la función- para reprocharles su mala educación.
Enrique Centeno

Cierra bien la puerta ***

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Autor: Ignacio Amestoy.
Intérpretes: Beatriz Carvajal, Ainhoa Amestoy,
Elisenda Rivas.
Escenografía y vestuario: Ana Garay.
Dirección: Francisco Vidal.
Teatro: Centro Cultura de la Villa de Madrid. (20.12.2000)
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La derrota total

El más famoso portazo del teatro lo dio Nora, el personaje de Ibsen en Casa de muñecas. Huía de la opresión de su marido, y algo tiene que ver con este Cierra bien la puerta, en el sentido de que también una mujer sale de casa esca-pada, aunque el conflicto nada tenga que ver. Se trata aquí de una joven hoy contratada como ejecutiva y que ha vivido siempre a la sombra y la tutela de su madre soltera, una periodista triunfadora que ha pretendido llevar una vida co-herente con su generación, que creyó en la posibilidad de cambiar el mundo –la tópica generación del 68- y a la que su hija no responde exactamente como ella quisiera.
    Son dos mundos enfrentados ante los que a veces Amestoy, el autor, parece querer permanecer neutral: después de la utopía, de la búsqueda de lo imposible, aquella madre, Rosa, en realidad lo que obtiene de su hija es la am-bición de marchar a París con un alto cargo en un Banco. Y lo que ella misma ha obtenido son famas efímeras por sus reportajes, por la denuncia de corrup-ciones o de trampas de siempre. No es seguro que Amestoy lo sepa, pero su mirada a este choque generacional delata un gran pesimismo, por más que la función se salpique de muchas escenas en clave de comedia. Y se tiene la im-presión de que, tanto la “mayista” como la ejecutiva moderna, son igualmente perdedoras, seguramente a causa de la batalla fracasada de la primera. No es seguro que eso sea así históricamente.
    Estamos ante una obra valiente, sincera, donde además de lo dicho se dramati-za un tema poco recurrente en nuestro teatro, como es el de la madre que ha criado en soledad a su hija. Y, como fondo, en permanentes alusiones, la reali-dad de la basura social (léase política) que nos rodea, porque Amestoy nunca escribe en abstracto, y quiere amarrar sus conflictos a situaciones reales. De este modo, entre risas y situaciones inverosímiles (siempre de madrugada, siempre entre alcohol, siempre entre delirios confidenciales) presenciamos una visión casi catastrofista de dos generaciones que, en realidad, no pueden com-prenderse. La derrota total.
    También en el escenario hay varias generaciones, y se nota. Elisenda Ribas, con la eficacia del viejo teatro ampuloso (es La Tata); Beatriz Carvajal, brillante en el exhibicionismo que se espera de ella, aunque no renuncie en el ahonda-miento del personaje: Ainhoa Amestoy, joven actriz que busca y encuentra desesperadamente su personaje. Lo dirige todo ello Francisco Vidal, que trata de conjugar el curioso coro. Se percibe su mano sabia en ese sentido.
Enrique Centeno

Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba *

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Autor y director: Rodrigo García.
Intérpretes: Patricia Lamas, Juan Loriente, Rubén
Escamilla, Ana María Hidalgo
Iluminación: Carlos Marqueríe
Compañía: La Carnicería Teatro
Teatro: Cuarta Pared. (2.5.2002)
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La meada o el análisis


Le decía este crítico a su acompañante que sólo faltaba que se cagaran en escena los personajes. Y apenas un minuto después, así sucedió. Esta obra de Rodrigo García es, una vez más, la búsqueda del caos. Está por descubrir si la acepción de caos se refiere al desorden organizado o a la nada antes de que ya nada existiera. No es difícil mostrarse como iconoclasta, a ultranza –que palabra tan odiosa, de ahí viene “ultra”-, desnudando, meando; reírse de nuestras grandes almacenes, el súper, la vida cotidiana, criticándolo todo desde una posición escatológica que es aún más perversa. Einstein, Marx y tantos otros son objeto de burla de este autor, cuya opción es desnudar a un actor y hacerle chorrear mostaza o kepchut en una especie de bomba lapa teatral. Borra toda capacidad de análisis en el espectador, busca la alienación del petardismo y la renuncia a cualquier tipo de reflexión.
    Con el teatro de Rodrigo García siempre se siente la impresión de que las imágenes están por encima del concepto, que en realidad es muy estimable. Su afán por apropiarse el papel de enfant terrible le hace llegar al vómito, pensando que el mal olor puede, en efecto, espantar al espectador.
    Espectáculo de mucho riesgo, de mucha provocación, como no habíamos visto desde los primeros tiempos de La Fura dels Baus (antes de que se convirtieran en producto de compra-venta), con una muy correcta puesta en escena, con unos actores-ejecutantes a la altura y el sacrificio escatológico que se les exige, que no es poco. Hay una soprano que estremece, y los demás hacen esas cosas del teatro minimalista que no pide apenas más allá que saberse el texto. La noche del estreno se fugaron, antes de terminar la función, algunos espectadores de la sala Cuarta Pared. Quizá no era tanto por el concepto, muy apreciable, como por la incontinencia plástica, verdaderamente innecesaria, aunque ya sabemos que el autor necesita de esos lenguajes plásticos porque, de lo contrario, sus ideas quedarían vacías.
Enrique Centeno

Contactos ●

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Autor y director: Juan José Alonso Millán.
Intérpretes: Juanito Navarro, Marga Herrera,
Estíbaliz Sanz, Juanjo Alia, Mamen Díaz.
Escenografía y vestuario: José Miguel Ligero.
Teatro: Muñoz Seca. (9.5.2002)
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La cosa se quedó en lencería

Hay cosas en el teatro que uno no comprende. Esta obra, Contactos, tiene un texto apreciable. Entendámonos: dentro de ese género de comedia frívola que, como una vez me confesaba su autor, Alonso Millán, era también necesario, lo cual yo no pongo en duda. Otra cosa, claro está, es cómo se haga. Porque es evidente que el texto es superior a la puesta en escena, a las gracietas de Juanito Navarro, a la interpretación de lo que el propio autor denomina “Las chicas”, de un nivel muy alejado de lo que se considera generalmente como actrices, aunque luzcan muy bien sus lencerías (cuyo patrocinio figura el programa de mano).
    Es una pena que el autor y director haya cedido a la astracanada pensada para ferias horteras, para espectadores complacientes de ligueros y escotes, de viejos verdes, en fin. Porque, insistimos, el texto contiene un drama interior –el del protagonista, acudiendo a los contactos para remediar su soledad- que no merecía este tratamiento sonoro, fácil, superficial. Una pena.
Enriique Centeno