domingo, 9 de agosto de 2009

Romances del Cid **

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Anónimos
Versión: Ignacio García May.
Intérpretes: Jesús Hierónides, Muriel Sánchez,

Francisco Rojas.
Música: Alicia Lázaro.
Escenografía y vestuario: Juan Sanz

y Miguel Ángel Coso.
Iluminación: Miguel Ángel Camacho .
Dirección: Eduardo Vasco.
Teatro: Pavón (CNTC). (5.3.2008)

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Se encontró primero un breve manuscrito de la historia del Cid y, más tarde, el Poema de mio Cid, ya copiado por Pere Abad en 1140. Así lo aprendimos todos gracias al imprescindible Menéndez Pidal. Estudió muchos romances –como también lo hizo Dámaso Alonso- que, hasta el siglo XV, se habían versionado en fragmentos y poemas sobre la historia y fantasías de Rodrigo Díaz de Vivar y de la Guerra de la Conquista. Los juglares conocían, desde el principio hasta el final, el largo relato entre diferentes cambios en los versos: tanto, que pudo ser pasado al papel. Estas noticias que se contaban por pueblos, hicieron posible poseer la más antigua obra de nuestra literatura escrita. La Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) acaba de estrenar un conjunto de las poesías posteriores -hasta el siglo XVI- donde ya volaron los cuentos en el denominado Ciclo de Romances del Cid. La elección para este montaje la ha hecho Ignacio García May que, entre sus numerosos títulos, se ocupa de la guerra actual. También trasladó al teatro para la CNTC la novela cervantina Viaje del Parnaso. Hace muy bien la selección de los textos para engranarlos, por encargo del director Eduardo Vasco, igual que lo hizo en la citada obra.
Pensamos que podría haber sido mucho más apasionante la puesta en escena -abreviado, como el de Cervantes- del texto del Cid, cuyas historias, personajes y acciones, podrían resultar fantásticos y, desde luego, mucho más rico en el teatro (que no se haga, por favor, Las mocedades del Cid , de Guillén Castro). Porque esta versión la monta Vasco con tres intérpretes que recitan aproximándose a los personajes de los romances, con efectivismo insuficiente. Con breves movimientos y ritmos, el cuidado trabajo no consigue convertirse en teatro. Y, además, se hace duro, cansado e incluso se pierde para el numeroso público.
Situada en el centro, la escenografía se forma con un soporte cúbico, metálico; su interior es un verdadero bazar de ropa, casco, turbante, espadas y muñecos de madera: hasta un azor de cetrería. Los personajes son estampas con movimiento y versos de las leyendas. Pétalos de los anónimos para formar un ramillete de poemas, -delicadamente iluminados por Miguel Ángel Camacho-, entre bellos y sencillos trajes. Dulces son las canciones que canta Muriel Sánchez con la emoción en los romances moros, fascinante entre las músicas preciosas compuestas por Alicia Lázaro, que son interpretados brillantemente –Eduardo Aguirre, Alba Fresno, Ángel Galán-, aunque como actriz, no sabe usar lo que no sean voces agudizadas; algo similar le ocurre a Jesús Hierónides. Los sentimientos, los autodiálogos, los cuentos y los llantos, los dice maravillosamente Francisco Rojas, rico en sus tonos cambiantes, y preciosos ritmos en los versos.
Enrique Centeno

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