miércoles, 22 de diciembre de 2010

La máquina de abrazar **

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Autor: José Sanchis Sinisterra.
Intérpretes: María Pastor, Elia Muñoz.
Iluminación: Pablo Joenicke.
Audiovisual: David Benito.
Espacio escénico y dirección: Juan Pastor.
Teatro: Guindalera. (12.2010)
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El programa de mano informa que La máquina de abrazar es un término que creó Temple Grandin, doctora especializada en el autismo. También cita un relato del neurólogo escritor Oliver Sacks. No conocemos que un personaje autista haya sido, en nuestro teatro,  el tema central. Sí los recordamos muy bien en las dos famosas películas, Forest Gump (Tom Hanks) y Rain Man (Dustin Hoffman).
    A José Sanchis Sinisterra, el autor más presente en nuestras escenas, le ha interesado tanto, que en el texto muestra su acercamiento al autismo. No es un argumento ambicioso, sino la explicación o comunicación del mundo interno de estos enfermos. Finge hacernos asistir a un congreso internacional donde dicta su ponencia la doctora Miriam. La estupenda actriz, Elia Muñoz, aguanta en solitario una conferencia larguísima –larguísima en el inicio, casi de un cuarto de hora-, donde aprenderemos muchas cosas y nos quedaremos sin entender gran parte de sus argumentos en lenguaje científico plagado de términos desconocidos. Tanta ciencia médica nos cansa en nuestra ignorancia, esta lección que nos obliga a intentar traducir el diccionario de cultismos. Una ristra de términos de la psicología, psiquiatría o neurología en formaciones sintácticas casi de exhibición gramática. Le ha gustado a Sinisterra manifestar o haber aprendido esta ciencia. Hace la actriz un increíble esfuerzo intentando encontrar -con el director Juan Pastor- ritmos y velocidades para poder abreviar los discursos hasta conseguir el éxito en los diálogos posteriores de esta función, que dura algo más de una hora.
    La investigadora basa su ponencia en el trabajo analítico sobre una joven autista a quien mostrará a los asistentes –señala frecuentemente a los espectadores, como supuestos congresistas que somos-, con la que trabaja y a quien examina. Mal gusto este escaparate que le ha recordado al autor, probablemente, el humillante Informe para una academia, de Kafka. Un microscopio público que, con cierta morbosidad, todos estamos deseando conocer. Y por fin entra Iris. Se llama así, como una mirada multicolor o como el fondo de sus ojos.

Viene como surgida de una planta -allí presente- con un libre y sencillo vestuario dominado por el verde del que procede. Su rostro es la ausencia del alrededor,  soñandor, reconociendo o volando hacia otro mundo. Produce amor, casi envidia. Camina extendiendo su brazo hacia arriba, su mano busca y quiere tomar lo que no sabemos; lo que ella sí sabe. La doctora habla y pregunta cosas que nos importan muy poco. Iris se enfada, a veces con una tensión nerviosa cercana a la esquizofrenia. Es la frustración de no ser comprendida desde su viaje interno. ¿Dónde está Iris en su lejanía? No conocemos su mundo, y aquí le atrae continuamente el verde de las plantas. Es imposible averiguarlo. (Sí se conoce la atracción entre los autistas y los animales, especialmente los caballos). La interpretación de María Pastor es extraordinaria, enamora en su ausencia. Pasea y acaricia la frescura del verde con su propia juventud. Es ella lo que verdaderamente salva al autor de estra floja obra.
Enrique Centeno

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