martes, 3 de mayo de 2011

Bancarrota ●

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Compañía Legaleón
Dirección: Óskar Gómez Mata.
Teatro: Canto de la cabra. (17.7.2002
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El absurdo y lo absurdo

Se espera, cada año, la inauguración de la temporada al aire libre de la sala El Canto de la Cabra, de Madrid. No tenemos memoria de que haya decepcionado nunca, sino todo lo contrario (desde Koltès a Beckett, pasando por Marco Antonio de la Parra, por Joyce, por Alfonso Alegría, siempre con estupendas compañías). Y se acude, por tanto, con una ilusionante expectación a la inauguración de este nuevo verano. Joder, no se entiende qué criterio se ha seguido para que esta imbecilidad haya sido programada. Ya sabemos que andan detrás diputaciones forales, ayuntamientos vascos y gobiernos de Euskadi: el teatro del País Vasco se tambalea, va muriéndose en la mediocridad desde que trincó las subvenciones y hace años que, con alguna excepción, no produce nada de interés.
    Esta función –en castellano o español- es una especie de psicodrama que bebe, plagia e imita al teatro del absurdo: se le llamó así, en una definición controvertida, porque denunciaba en clave de farsa la situación de la posguerra que no trajo al mundo sino situaciones difíciles de explicar; de modo que se optó, por grandes dramaturgos, por explicar el mundo desde ese absurdo. Hoy el plagio es absurdo, en la acepción más directa del término. Estos chicos vascos no solo son absurdos, sino realmente anacrónicos, antiguos, varados en tiempos pasados. Me duele decirlo, porque en su entusiasmo se percibe mucho esfuerzo, mucha fe –ésa que mueve montañas y subvenciones- y también se nota que ellos se creen la bobada imitatoria que hacen.
    Por cierto, la hacen entre todos ellos: Lo dirige Óskar Gómez , que es a la vez intérprete y “guionista” junto a los demás miembros del equipo, que al parecer valen lo mismo para un roto que para un descosido.
    Ya va refrescando un poquito en Madrid. La noche del estreno a este viejo crítico le acosó una bajada de tensión a la que quizá colaboró el tedio de una función que buscaba el sarcasmo y en la que los fieles espectadores estaban literalmente “pintados”, es decir, impávidos y aburridos, sin entender a que venía ese coño o aquella polla. Cordiales vecinas de butaca le ofrecieron un abanico y un caramelo; se dio cuenta una de las presuntas y esforzadas actrices, y en su teatro vivo y provocativo, le increpó y casi insultó para que saliera de la sala. Al terminar la representación no salieron a saludar. Quizá era un signo de diferenciación, ellos tan progres, tan desnudos, tan vascos en Madrid- aunque el crítico estaba esperando ese momento para no interrumpir la función- para reprocharles su mala educación.
Enrique Centeno

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