martes, 26 de mayo de 2009

El ignorante y el demente *

Cuando asistimos a la representación de un texto del austriaco Thomas Bernhard (1931-1989), debemos prepararnos para una función lenta, una literatura intensa y una acción mínima. Que sepamos, en España no fue conocido en el teatro hasta dos años después de su muerte, aunque había sido traducido anteriormente (Miguel Sáenz).
El escenario representa muebles blancos –también en panorama de fondo-, con un tocador, y otros con patas metálicas. Parecía una clínica, pero resultaba ser, más adelante, el camerino de un teatro de ópera. Es un paisaje algo absurdo, nada extraño en el propio título de El ignorante y el demente.
Dos personajes, derecha e izquierda, callados, el primero es el viejo Padre –de una cantante aún ausente-, y el Doctor. El largo silencio –el desconcierto suele gustarle a Bernhard-, nos permite contemplar: el primero, con su traje impecable, blanco, botella de ron en mano, sentado. Igualmente, el Doctor, vestido de frac, lee un periódico abierto hasta que decide pasar las páginas sacudiendo las polvorientas hojas. Y de la página que lee -sin duda la sección de Cartelera-, comenta en voz alta: “El teatro actual está viejo, sin ningún interés…”, o palabras similares. Es una firma del considerado autor vanguardista que desea molestar y averiguar qué harán con esta ruptura.
Este Doctor comienza su monólogo, que se prolongará cerca de media hora –quizá algo menos, aunque lo pareció- mediante reflexiones y conocimientos sobre las enfermedades internas o análisis mentales. Escuchamos –no siempre lo entendemos- muchísimos términos de su especialidad en un lenguaje técnico, sin duda con asesoramiento - quizá por su propio hermano, médico-. Bernhard menciona en muchas de sus obras, opiniones y citas a los dramaturgos, tal como “Comedias que no son ni comedias, ni nada”, en su titulado El viaje de Kant a América o El papagayo en alta mar.
Nos llega ya la diva al camerino, una loca histérica y estética, soprano que se dedica, exclusivamente, al aria de La Reina de la Noche. Malvado personaje, bruja de La flauta mágica. Es una escena divertida –nos hacía falta- cuyo interés es otro disparate. El nuevo decorado es un rico café, de cortinas y manteles rojos, donde el Doctor habla con La Reina sobre su ruina profesional. Y sigue todo así: comedia o drama absurdo inventando calles sin salida, diálogos aburridos, personajes que no interesan nada, con frases insensibles que hacen desear el oscuro final.
Se ha hecho una estupenda dirección en el difícil mantenimiento de la obra, y cuenta con un excelente actor, Joseph Albert, capaz de dar vida al insoportable texto inicial: ricos gestos, variables tonos, una verdadera creación que nos salva, únicamente, de huir de la butaca. Un actor puede fastidiar una obra o salvarla. El resto del reparto es también estupendo: la demente Reina diva lo hace Ana Caleya; el Padre ajeno del mundo, Antonio Canal; así como Silvia Vivó o el no afeitado camarero elegante, Paco Celdrán. Es una buenísima compañía que esperaremos ver en un diferente montaje.
Enrique Centeno
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Autor: Thomas Bernhard. Traducción de Miguel Sáenz.
Intérpreres: Josep Albert, Antonio Canal, Ana Caleya,
Silvia Vivó, Paco Celdrán.
Escenografía: Elisa Sanz.
Iluminación: Luis Perdiguero.
Dirección: Joaquim Candeias.
Teatro: Círculo de Bellas Artes. (22.5.2009)
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