domingo, 1 de mayo de 2011

Los viejos no deben enamorarse **

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Autor: Alfonso R. Castelao
Intérpretes: José Lifante, Mercè Pons, Fernando Chinarro,
Carmen Segarra, Enrique Simón, Fernando Delgado,
Antonio Requena, Fernando Ransanz y Coro.
Música: Bernardo Martínez.
Escenografía e iluminación: Antonio Simón.
Vestuario: Javier Artiñano.
Dirección: Manuel Guede Oliva.
Centro Dramático Gallego
Teatro: Centro Cultural de la Villa. (2.4.2002)
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El estilismo manda



Esta es la única obra que escribió Castelao (Rianxo, 1886-Buenos Aires, 1950), médico, caricaturista, diputado gallego, articulista y escritor. Os vellos non deben de namorarse se estrenó en su exilio en 1941. No fue una veleidad del autor, como prueban sus notas precisas de cómo debía representarse en caso de no asistir él mismo a los ensayos. La plástica, sobre todo el color, le preocupaban tanto más que el texto, como correspondía a un hombre que ejerció, entre otras profesiones, la de profesor de dibujo. No es una obra muy conocida, y su estreno en España se produjo de la mano del sabio Ricard Salvat, que la puso en escena hace más de treinta años.
    El tema sí es recurrente, y lo ha sido a lo largo de la historia de nuestro teatro: el enlace entre un viejo y una mujer joven. El más poéticamente tratado, El amor de don Perlimplín, sin duda; el más denunciador, cómo no, el de Moratín de El sí de las niñas.
    Los viejos no deben enamorarse –que lo representa en Madrid el Centro Nacional Gallego, en su traducción al castellano- posee una estructura argumental uniforme: tres historias de tres viejos a los que inexorablemente arrastrará la muerte personificada en un mendigo aquí transformado en una figura como de Bergman. La puesta en escena es, como tantas veces en este tipo de producciones, grandilocuente y costosa, buscando a toda costa efectos, porque ya se sabe que el director debe lucir su talento. El texto, la verdad, tiene tanta actualidad como escaso interés al carecer de referencias históricas, del galleguismo que se espera -hay, eso sí, un grupo de gaiteros a la entrada del espectáculo, el día del estreno, y solo faltaba Fraga y sus queimadas junto a tanta autoridad- o la tradición celta que tanto interesó a Castelao, quien, por otra parte, bebió no poco del teatro de su compatriota Valle-Inclán.
    La puesta en escena, además de un coro exagerado respecto de la propuesta inicial, lo cual es muy lícito, se basa en unos grandes cubos-espacio recubiertos de fibra blanca, excesivamente fría, que se mueven y juegan con efectos de luces en supuestos hallazgos de sorpresa o de magia. (Acaba de fallecer Sbodoba, creador del Teatro Negro de Praga: otros tiempos donde lo mágico tenía un sentido).
    Para salvar todo, está nuestro mejor colectivo teatral: el de los actores, naturalmente. Hay alguna excepción, pero tanto José Lifante -la Muerte-, como Fernando Chinarro o Fernando Delgado asombran una vez más con su conocimiento y su talento; o Mercè Pons, la eterna joven condenada a casarse con cada uno de ellos. Un reparto magnífico, incluyendo el coro de siete intérpretes de armónicos cuerpos y hermosa coreografía. Es precisamente la estética lo que más parece haber importado al director, de modo que el conflicto, importe mucho o no, queda diluido entre efectos deslumbrantes.
Enrique Centeno

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