jueves, 26 de mayo de 2011

Maldito sea el hombre que confía en el hombre: Un projet d'alphabétisation *

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Autora: Angélica Liddell.
Intérpretes: Angélica Liddell, Fabián Augusto Gómez, Lola Jiménez, Carmen menager, Johannes de Silentio.
Escenografía, vestuario, dirección: Angélica Liddell.
Teatro: El Matadero, (19.5.2011)
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 Entramos seducidos en el arranque de este espectáculo: es como la página de un cuento infantil, en la que, troquelados, se levantan esos árboles –planos- que forman un bosque. En corro y sobre la hierba, niñas que aprenden francés con su maestra. Después empiezan a jugar, escondiéndose entre los troncos. Son una docena de encantadoras criaturas con preciosos vestidos, todos iguales, como un grupo de Alicias en el país de las maravillas. Van tocadas con verdugos con orejotas de conejo –se colocarán también en el suelo conejos con realismo taxidermista-, una relación con el inicio del cuento de Lewis. Sólo veremos esa página.
    Tras el brusco cambio de luz, aparece en su sillón, con su correspondiente talla de aquellos vestidos, la propia autora, escenógrafa y actriz, que comienza su mitin en un largo monólogo -método utilizado en toda la función-, como es habitual en Angélica Liddell. Mira al público con desprecio, con la frustración de contemplar su propio espejo al salir del país de las maravillas. Odiará tanto a los malditos hombres, que no quiere verlos, acercarse a ellos o hablarlos, lo mismo  españoles, inmigrantes o negros. Dice que por la mañana se esfuerza en abrir la boca únicamente para ir a comprar el pan: va a un “chino”, toma la barra y pronuncia: “¿Cuánto es?”; y escucha únicamente: “60 céntimos”. Es el más largo diálogo que puede soportar. Porque somos todos odiosos, asquerosos, despreciables, repugnantes… Todos los sinónimos que pueda encontrar en el diccionario de Seco junto al de Casares. Tiende el público a pensar que tal texto pertenece a un personaje que se va a crear. No es así, es directamente la amargura y desesperación de Angélica Liddell.
    Hay una escena en la que se utiliza una máquina de carga, y surge un fallo mecánico en su conexión; ella pulsa de nuevo el interruptor, pero el aparato continuará parado. Se dirige hacia el equipo de eléctricos y empieza a gritar insultos –inútiles, imbéciles, gilipollas, ¿dónde hay un puto eléctrico?- hasta que aparece en la oscuridad un personaje que enchufa el cable solucionando así el problema. Pensábamos que esta escena iba a molestar a los trabajadores del teatro de El Matadero, pero en realidad no se trataba de un montaje, sino de la real histeria de Liddell. Conocí la verdad mucho más tarde al leerlo en El país, al parecer negándose el técnico a trabajar al día siguiente con la autora. De todas formas, salí corriendo, tras las loas y aplausos, por si acaso salía por el escenario un rifle cargado. Si lo explicamos así es para facilitar el sentimiento de esta obra.
    Hay una escenografía hermosa, cambiante de situaciones y plásticamente rica, montaje que cuenta con un alto presupuesto. Se utilizan algunos elementos circenses con un grupo de cinco chinos acróbatas. Esto nos hace descansar en estas cerca de tres horas de representación. Se marchaban algunos, muy pocos.
    Causa de la duración se debe a las numerosas canciones que se escuchan en silencio. Es, primero, una suite de Schubert, en un precioso piano que la repite una docena de veces. La sensibilidad llega a nuestros oidos con gozo: lo repetirá continuamente haciendo que nos llegue al cerebro machacado. Y la primera canción será la de Jeanette -con su traducción en sobretítulos, como en las demás- ¿Por qué te vas?, con aquellos versos como “Un corazón se pone triste”. Sé que en aquel tiempo pasado, por el pasillo de los calabozos de la Puerta del Sol donde encerraron a estudiantes tras cuatro o cinco hostias, un Primero de Mayo, vigilaba uno de aquellos grises y cantaba con burla el estribillo de Jeannette: Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así. Frases así no ha querido escuchar Liddell, sino exhibirse como reaccionaria. Elegirá también al desesperado Rolling Stones en Paint It Black : “Veo una puerta roja y quiero verla de negro/ sin colores nunca más, que se conviertan en negro”.
    Tanto insulto, tanta desesperación, le hacen llegar casi al suicidio. Tras los aplausos finales, salimos pensando que quizá nos iban a golpear en la salida.
Enrique Centeno

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