Autor: Urs Widmer.
Versión de Philip Rogers.
Intérpretes: Mar Regueras, Fernando Guillén,
Ricardo Moya, Juli Mira, Sergi Calleja, Pep Sais, Vicente Genovés, Ángela Castilla.
Escenografía: Jon Berrondo. Vestuario: Patricia Hitos.
Dirección: Mario Gas.
Teatro: Albéniz. (14.9.2000)
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Los pobres amos del mundo

El texto cuenta todo esto en clave de humor, incluso de farsa, de modo que nos riamos con estos personajes a los que, en el fondo, despreciamos profundamente. Para su reciclaje o recuperación se ven sometidos a pruebas de inhibición, de autoestima, de correctivos, para incorporarlos al mercado de los grandes trabajos; y la obra se hace con procedimientos que buscan la burla, la caricatura. También la comprensión e incluso la compasión: hay una primera parte muy pesada, con un texto endeble, con el que los intérpretes luchan por defenderlo, pero que aburre muchísimo; también los propios personajes, porque a muchos nos interesan, francamente, nada.
tarda mucho en saber a dónde quiere ir a parar el autor, o a dónde pretende llegar Mario Gas, el admirado director: durante más de una hora, aquello parece una solemne idiotez, una comedia casi reaccionaria, acogiendo con humanidad a quienes despiden, estafan, seleccionan personal, trincan o devoran en el trabajo de alto standing. Se tarda demasiado, decimos, y la verdad es que casi dan ganas de abandonar la sala.
Y de pronto, tras el entreacto, descubre sus cartas el autor y, posiblemente, más aún el director: estamos ante uno de esos montajes teatrales en los que la puesta en escena supera al texto propuesto. Los personajes, en principio despreciables, parecen tener, o así nos lo quieren contar, su “corazoncito”. Y, despedidos de sus trabajos, encuentran las más dispares ocupaciones, las inquietudes más absurdas, o las salidas del desconsuelo a veces patéticas. Se trataba de una burla, de un ataque, de una rebeldía hacia una clase laboral o profesional que en realidad está constituida por hombrecitos vestidos de lujo. Algo que tarda demasiado el espectáculo en hacérnoslo ver.

Al final, parece que Mario Gas no está tampoco seguro de a dónde va la función, de modo que hace añadidos diversos, aclara a ritmo de bombos y retahílas su denuncia, como si dudase de que el juego cómico no transmitiera lo que se había propuesto. Y en los últimos minutos se vio claro que, en todo caso, aquellos personajes nos importaban un pimiento. Fue la caligrafía actoral y estética la que, probablemente, puso de pie al público la noche del estreno.
Enrique Centeno
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