miércoles, 14 de abril de 2010

El avaro ***

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Autor: Molière.
Intérpretes: Carmen Álvarez, Manuel Brun, Manolo Caro,
Manuel Elías, Palmira Ferrer, Juan Luis Galiardo, Javier Lara,
Mario Martín, Walter May, Rafael Ortiz, Irene Ruiz,
Tomás Sáez, Aída Villar.
Iluminación: Jorge Lavelli y Roberto Traferri.
Vestuario: Francesco Zito.
Escenografía: Ricardo Sánchez-Cuerda.
Música: Zygmunt Krauze.
Dramaturgia y dirección: Jorge Lavelli.
Teatro: María Guerrero (CDN). (8.4.2010)
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Arranca esta historia con una romántica escena de amor: Elisa –la hija, que hace encantadoramente Irene Ruiz-,  con su amado Valerio –estupendo también Rafael Ortiz-, abrazados, apasionados y engarzados en una roja columna de cortina. Y en la segunda escena, será el hermano de la joven, Cleantes –igualmente bien Javier Lara-, quien le explica su relación amorosa, temiendo que el padre no autorice su elección con Mariana. Tendrán que buscar el consentimiento desde su sumisión filial. Es el primer anuncio de Molière sobre el rígido y ambicioso Harpagón.

   En todas las representaciones de El avaro, el público está esperando siempre la entrada del conocido personaje. Y aquí, se escucha la conocida presencia de Juan Luis Galiardo –junto a él el imprescindible criado La Flecha, con el vivo actor Manolo Caro- con su fuerza y grave voz, mientras se come el escenario. Sorprende, entre sus enfados, gritos e insultos, su vestimenta de pantalón negro, chaleco y su camisa blanca intemporal. Tras haber visto los trajes en los anteriores personajes, nos produce una cierta expectación y despiste. Pensamos que quizá lo visto fue solo un recuerdo u homenaje al clásico Molière. No hay obligación alguna para conservar el tradicional aspecto de este Harpagón, llevándose esta creación a sus retratos e imágenes. Se hizo como un Arlequín y, especialmente, como el viejo añoso, algo enloquecido, de rostro similar al tópico prestador judío. Entre los mejores montajes, recordaremos al actor El brujo –extraordinario, que dirigió José Carlos Plaza-, hace ya quince años, o el de Juan Antonio Quintana, dos temporadas después. Galiardo hace un magnífico trabajo, quizá como lo ha deseado o encargado el director. A veces, recursos precisos, energía del poderoso en referencias con frases actuales. En la sorpresa, veremos enseguida que se trata de cualquier banquero, de algún trampero o ladrón prestador, con el entusiasmo de la venganza teatral de hoy en día. Porque el avaro se encierra tras los muros de su dominio, los de ahora, para evitar la salida de las ganancias y una pequeña portezuela de rejas para dejar entrar las deudas. Son estos días de mayor crisis los que multiplican a este personaje. Aunque admirando al actor, su concepción de Harpagón no consigue crear un verdadero personaje incorporándose al resto del reparto.
    Es la escena más hermosa la del final, en el centro de una formidable escenografía. Un enorme suelo metálico, alargado hasta el infinito mediante un gran espejo en el que se refleja, una idea que nos hace pensar en un Orson Wells sin expresionismo. E insistimos que en su intento consigue, en todo caso, atrapar al público gracias a su potente presencia en el escenario. Jorge Lavelli, uno de los mejores directores, sin cesar de montar obras en Francia -y en ocasiones en España, aquí con diferentes resultados-, ha trasladado de lugar los distintos actos, con geométricos paneles, movibles, hermosos en su utilidad, en ambientes atemporales, creados por el admirable escenógrafo Ricardo Sánchez-Cuerda. Lavelli, con vestuarios de Molière -estupendos, de Francesco Zito-, pelucas dieciochescas, y los maquillajes  que muestran los rostros en blanco. Se encuentra con ello una similar máscara, una colección de personajes; y cuenta para ello con un amplio y magnífico reparto que agradecemos.
Enrique Centeno

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