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Autor: Arthur Miller. Traducción de Eduardo Mendoza.
Intérpretes: Jordi Boixaderas, Rosa Renom, Pablo Derqui, Oriol Vila,
Autor: Arthur Miller. Traducción de Eduardo Mendoza.
Intérpretes: Jordi Boixaderas, Rosa Renom, Pablo Derqui, Oriol Vila,
Guillem Motos, Camilo García, Anabel Moreno, Víctor Valverde,
María Cirici, Carles Cruces, Frank Capdet, Raquel Salvado.
Vestuario: Antonio Belart.
Escenografía: Miguel Ángel Coso y Juan Sanz.
Video: Álvaro Luna.
Vestuario: Antonio Belart.
Escenografía: Miguel Ángel Coso y Juan Sanz.
Video: Álvaro Luna.
Iluminación: Carles Lucena.
Dirección: Mario Gas.
Teatro: Español (11.5.2009)
Dirección: Mario Gas.
Teatro: Español (11.5.2009)
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Es la ciudad de la jungla para salvarse, avanzar y crecer unos animales contra otros. Correr, correr por el sueño norteamericano. No lo consigue Willy Loman, cansado en sus carreteras, agotado y fracasado a los sesenta años. Este personaje es el retrato de alguien ya ajeno al nuevo desarrollo del país. Sus últimos años, los cuenta Arthur Miller (1915-2005) en una escritura en la que mezcla la poesía y la dureza. El último suspiro bajo los gigantes edificios alrededor de su ya vieja casa.
Mario Gas siempre elige el reparto con buenísimos actores. Los dos hijos de este Willy viajante –el tema familiar le atrae a Miller, como en Panorama desde el puente- parecen unidos, desde las escenas en flashback. El mayor, Biff, lo hace formidablemente Pablo Derqui, duro personaje que perdió, por una asignatura, su título de estudiante, y que no es capaz (ni lo desea) de incorporarse a la transformación de los negocios. Su hermano, Happy, lo interpreta igualmente muy bien, Oriol Vila, al otro lado de la calle: atractivo, mujeriego y vacío, que decide volar hacia los pisos altos de los despachos. La obra va mostrando las dos aceras de las ciudades. El hundimiento de Willy se une a esa familia fracasada. “No soy nadie”. Su vecino, Charley, es un personaje creado con perfección por Camilo García, agradable y amigo, director de la empresa en la que trabaja su propio hijo, un muchacho aparentemente tímido e insignificante en el grupo del barrio. Lo hace, impecablemente, Frank Capdet, este Howard ahora triunfador, que corrige y critica al compañero Biff, ya perdedor.
Ben –voz y presencia de Víctor Valverde-, el desaparecido tío de Willy, es un elegante y acomodado fantasma que se le aparece y le va avisando de que debe marcharse, que “el barco está a punto de salir” para hacerse propietarios de el nuevo “continente” de Alaska. Un sueño pasado. Todos sabemos que Willy terminaría muerto en la carretera, en este final donde ni siquiera viajó hacia los clientes, desde su Nueva York hasta Massachusets, de allí a Vermont y New Hampshire. Una carretera de Norteamérica que ya no correspondía al vendedor. Prefirió matarse. Triunfó en su interior, porque tuvo que hacer “algo para terminar lo que empezó".
En su casa, junto a su mujer y los hijos –luchas finales-, había arreglado el tejado, el suelo, las paredes. El día de su muerte, había conseguido terminar la hipoteca. Desde el principio de la obra, hasta el cruel final, Miller no ha tenido piedad: el más fuerte ataque a la sociedad cuando estrenó Muerte de un viajante, en 1949. Lo hizo buscando el temor, la vergüenza y el dolor, hasta la última escena.
Y la última escena estremece al público. El llanto, la reflexión y el profundo dolor ante la tumba: es Linda. Toda su vida ayudando, apoyando, cuidando y esperando al desgraciado viajero. Le habla, le llora, le despide, le dice que ya ha cumplido la hipoteca. Es un adiós a quien consiguió “ser alguien”. Quien hace este personaje es Rosa Renom, una extraordinaria actriz que durante la función enamora en su resistencia, sus cuentas, su esperanza en su marido, en sus hijos y su capacidad para mantener la casa. Todos la conocemos perfectamente, alegre, triste o luchadora. Es una creación admirable.
En la hermosa escenografía se hace chocar el teatro realista, el de la vivienda que acoge a la familia Loman, encerrada entre pantallas, con grandes paisajes de edificios modernistas: el primero es el espacio de acción, pero el resto es la reflexión, la creación intelectual a la que, además, se añaden imágenes hiperrealistas y proyecciones que nos hacen ver los dos mundos de la familia Loman, creados por Alvaro Luna. Es un formidable enriquecimiento de este drama, cuya escenografía la realizan Ángel Coso y Juan Sanz, todos ellos comunes en los montajes de Mario Gas. Lo ilumina con imprescindible cooperación, Carles Lucena, y del adecuado vestuario se encarga Antonio Belart, ambos también frecuentes en las obras del director.
Gas ha montado una función perfecta, llena de vida. Se apoya en el conjunto de actores, a los que dirige cuidadosamente, organizando magistralmente el orden, los ritmos y las tensiones, con breves rupturas para dejar respirar. En el oscuro final se produjeron repetidos aplausos, bravos, e incluso el público en pie. Debió emocionarse la compañía en sus saludos. Tal vez le ocurrió lo mismo a los espectadores.
Enrique Centeno
Es la ciudad de la jungla para salvarse, avanzar y crecer unos animales contra otros. Correr, correr por el sueño norteamericano. No lo consigue Willy Loman, cansado en sus carreteras, agotado y fracasado a los sesenta años. Este personaje es el retrato de alguien ya ajeno al nuevo desarrollo del país. Sus últimos años, los cuenta Arthur Miller (1915-2005) en una escritura en la que mezcla la poesía y la dureza. El último suspiro bajo los gigantes edificios alrededor de su ya vieja casa.
Mario Gas siempre elige el reparto con buenísimos actores. Los dos hijos de este Willy viajante –el tema familiar le atrae a Miller, como en Panorama desde el puente- parecen unidos, desde las escenas en flashback. El mayor, Biff, lo hace formidablemente Pablo Derqui, duro personaje que perdió, por una asignatura, su título de estudiante, y que no es capaz (ni lo desea) de incorporarse a la transformación de los negocios. Su hermano, Happy, lo interpreta igualmente muy bien, Oriol Vila, al otro lado de la calle: atractivo, mujeriego y vacío, que decide volar hacia los pisos altos de los despachos. La obra va mostrando las dos aceras de las ciudades. El hundimiento de Willy se une a esa familia fracasada. “No soy nadie”. Su vecino, Charley, es un personaje creado con perfección por Camilo García, agradable y amigo, director de la empresa en la que trabaja su propio hijo, un muchacho aparentemente tímido e insignificante en el grupo del barrio. Lo hace, impecablemente, Frank Capdet, este Howard ahora triunfador, que corrige y critica al compañero Biff, ya perdedor.
Ben –voz y presencia de Víctor Valverde-, el desaparecido tío de Willy, es un elegante y acomodado fantasma que se le aparece y le va avisando de que debe marcharse, que “el barco está a punto de salir” para hacerse propietarios de el nuevo “continente” de Alaska. Un sueño pasado. Todos sabemos que Willy terminaría muerto en la carretera, en este final donde ni siquiera viajó hacia los clientes, desde su Nueva York hasta Massachusets, de allí a Vermont y New Hampshire. Una carretera de Norteamérica que ya no correspondía al vendedor. Prefirió matarse. Triunfó en su interior, porque tuvo que hacer “algo para terminar lo que empezó".
En su casa, junto a su mujer y los hijos –luchas finales-, había arreglado el tejado, el suelo, las paredes. El día de su muerte, había conseguido terminar la hipoteca. Desde el principio de la obra, hasta el cruel final, Miller no ha tenido piedad: el más fuerte ataque a la sociedad cuando estrenó Muerte de un viajante, en 1949. Lo hizo buscando el temor, la vergüenza y el dolor, hasta la última escena.
Y la última escena estremece al público. El llanto, la reflexión y el profundo dolor ante la tumba: es Linda. Toda su vida ayudando, apoyando, cuidando y esperando al desgraciado viajero. Le habla, le llora, le despide, le dice que ya ha cumplido la hipoteca. Es un adiós a quien consiguió “ser alguien”. Quien hace este personaje es Rosa Renom, una extraordinaria actriz que durante la función enamora en su resistencia, sus cuentas, su esperanza en su marido, en sus hijos y su capacidad para mantener la casa. Todos la conocemos perfectamente, alegre, triste o luchadora. Es una creación admirable.
En la hermosa escenografía se hace chocar el teatro realista, el de la vivienda que acoge a la familia Loman, encerrada entre pantallas, con grandes paisajes de edificios modernistas: el primero es el espacio de acción, pero el resto es la reflexión, la creación intelectual a la que, además, se añaden imágenes hiperrealistas y proyecciones que nos hacen ver los dos mundos de la familia Loman, creados por Alvaro Luna. Es un formidable enriquecimiento de este drama, cuya escenografía la realizan Ángel Coso y Juan Sanz, todos ellos comunes en los montajes de Mario Gas. Lo ilumina con imprescindible cooperación, Carles Lucena, y del adecuado vestuario se encarga Antonio Belart, ambos también frecuentes en las obras del director.
Gas ha montado una función perfecta, llena de vida. Se apoya en el conjunto de actores, a los que dirige cuidadosamente, organizando magistralmente el orden, los ritmos y las tensiones, con breves rupturas para dejar respirar. En el oscuro final se produjeron repetidos aplausos, bravos, e incluso el público en pie. Debió emocionarse la compañía en sus saludos. Tal vez le ocurrió lo mismo a los espectadores.
Enrique Centeno
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