miércoles, 1 de diciembre de 2010

Nina ***

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Autor: José Ramón Fernández.

Intérpretes: Laia Marull, Juanjo Artero, Ricardo Moya.
Escenografía y Vestuario: Antonio Belart.
Iluminación: Julián Rey.
Composición Musical: Pascal Gaigne.
Dirección: Salvador García Ruiz.
Teatro: Español, (1.6.2006)
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Esta Nina es el personaje tomado de La gaviota, de Chéjov, iniciador del naturalismo, y José Ramón Fernández -premio Lope de Vega 2003- es uno de nuestros autores que utiliza este estilo con dominio en construcciones, diálogos y creación de personajes -que frecuentemente se ignoran-, junto al realismo. Ha declarado que se inspiró  para Nina  en el dramaturgo ruso,  con la influencia de Eugene O´Neill –le reconocemos aquí en el Largo viaje hacia la noche- y su testimonio del mundo norteamericano. Son escritores que no pueden evitar sus propias autobiografías, lo que nos hace sospechar que también puede ser así el sentimiento sobre esta Nina fracasada como actriz.
    En este drama, la acción transcurre en el vestíbulo-bar -se representa aquí, inteligentísimamente, en la propia cafetería del teatro Español- bajo una permanente lluvia frente al mar: algo se recuerda del filme Mesas separadas, de situación similar, y se cita al personaje de la película Cinema Paradiso, del que toma la frase final: No vuelvas nunca.
    Como a un refugio, llega empapado el esperado personaje de Nina. Pide su habitación doscientos seis, que puede ser una coincidencia con el propio título y las letras de la música de La Frontera: “Parece que nada ha cambiado desde que marché. Vengo del infierno y no te olvidé”, Y allí, en el otoño, ya sin veraneantes playeros, está únicamente el responsable, un veterano conocedor de los vecinos del pueblo. Esteban, una especie de telón caliente, reconocerá a la joven, ya con treinta años, adivinando con alarma su encuentro con Blas, que aparecerá enseguida, como cada día. El actor Ricardo Moya crea con mucho talento la complejidad de Esteban. Aquí todo el mundo ha fracasado, y el maduro quisiera ser el maestro, padre, consejero y crítico de Blas, quien a su vez le mira y escucha siempre atentamente, comprendiendo que intenta tapar sus desastres. Muy juntos, en pausas silenciosas, diálogos y visiones de una escritura rica –como la de los actores- y en escenas de cierto humor bajo los cimientos emocionales del drama.
     Ha regresado Nina al lugar de su primera juventud, recordando -enfrentándose- los errores de aquel tiempo. Y en una sola noche, con Blas, fue suficiente para confesarle sus desamores. Él también está vacío en el fracaso. Vaya drama sentimental.
    Aquella juventud la cuenta José Ramón Fernández con tristeza, con pesimismo, y sin la esperanza del qué bello es vivir. En la noche, el alcohol de Nina solo sirve para revivir el entusiasmo de aquella década de intensidad. Hay en esta pasión nostálgica –uno se siente decadente- un retrato o reflejo de estos personajes encerrados y ajenos a su alrededor; igual entonces como en esta noche. Aquí, algo se reprime frente al Chéjov que sí miraba alrededor. ¿Qué le pasaba a estos jóvenes entre los años 80 y 90? Casi nada excepto sus sentimientos, sus amistades, noviazgos y desencuentros: y hoy, ella en el paro como actriz, y él casado con María, con la que ha tenido un hijo y que todo el mundo conoce sus engaños diarios con el exitoso seductor de entonces, un tal Gabi que se tiraba a todo el pueblo, incluyendo a Nina. El autor también se ha ausentado del realismo histórico, contándonos dramas cotidianos a través de los encuentros que domina magistralmente. Sí lo ha hecho en otras obras, como en la inolvidable trilogía -como coautor- iniciada con Las manos, o en su primera obra conocida Para quemar la memoria (1995).
    Con esta gaviota herida, hace Laia Marull una interpretación impresionante, desde la fuerza hasta la fragilidad, en difíciles y desesperadas escenas de llantos entre el coñac; con pasión o agresividad. Su creación colabora claramente con el propio y estupendo texto, que sin duda habrá apreciado el autor. El también variable y vencido Blas lo hace muy bien Juanjo Artero, y el observador y provocador Esteban se favorece de la brillantez de Ricardo Moya. Al cineasta Salvador García Ruiz le encargaron este montaje, y en su primera visita a las tablas ha demostrado su talento, sin sorprendernos su cuidadísima dirección de los personajes y su conocida sensibilidad. Bien le ha ayudado Antonio Belart, escenógrafo  que crea el íntimo espacio, y la cálida iluminación de Julián Real, desde la noche hasta el amanecer.
Enrique Centeno

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