martes, 2 de marzo de 2010

Rock'n'roll ***

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Autor: Tom Stoppard.Traducción: Begoña Barrena.
Intérpretes: Chantal Aimé, Patricia Bargalló,

Joan Carreras, Irene Escolar, Miranda Gas,
Oriol Guinart, Lluís Marco, Sandra Monclús,
Ana Otero, Fèlix Pons, Alba Pujol, Óscar Rabadan,
Santi Ricart.
Escenografía: Max Glaenzel.
Vestuario: María Araujo.
Iluminación: Xavier Clot.
Dirección: Àlex Rigola.
Teatro: El Matadero. (Teatro Español). (25.2.2010)
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El personaje llamado Jan es un joven nacido en Checoslovaquia, trasladado a Inglaterra -al igual que su autor, Tom Stoppard-, y que se forma en la Universidad de Cambridge. Es un tipo políticamente desconfiado, filosóficamente opuesto a la transformación, porque piensa que “la libertad es que te dejen en paz”. El actor Joan Carreras hace una formidable creación en sus diálogos, intentando explicarse a sí mismo y defender sus ideas, verdaderamente conservadoras y reaccionarias. Estamos en 1968, y la obra irá avanzando hasta 1990. El buen amigo de Jan, Ferdinand, ocupará su oposición en charlas amistosas –excelente también Fèlix Pons- que, al menos en este montaje, Stoppard hace mucho más débil, celebrando sus afectos y bailando divertido en el apartamento que llena Jan con discos de Plastic Pop o de Rolling Stones –ya, muy tarde, podremos oir a Pink Floyd y a The Beatles-, y Ferdinand de libros. Un rebozado de sal y azúcar en la oscuridad, que padece Jan en su visita a Checoslovaquia, durante aquella dura represión policial.
El otro personaje, Max, será quien confía en el futuro, creyendo en el comunismo. Desde el inicio de la obra, hasta su conclusión, se pasa por hechos históricos recientes –tras el nazismo-, desde el Mayo francés del 68. La invasión soviética de Checoslovaquia por los conocidos tanques en Praga, produjo, en aquel 1968, la indignación del propio comunismo de toda Europa; y así, hasta la caída del Muro en 1989. Es el más progresista y esperanzador del marxismo -lo interpreta estupendamente Lluís Marco-, inteligente profesor matemático en la Universidad. Su alumno, Jan, se convertirá en el ángel caído ante este maestro de la filosofía. Carlos Marx sigue en él soñando un Mundo de la igualdad, del final del Salario, Precio y Ganancia del capitalismo.
Y regresará Jan, tras veinte años, con su aspecto de sencillo trabajador, apareciendo en la reunión de las tres generaciones de Max, en ese jardín de la casa familiar, acogedora –bien recuerda a Noël Coward en La encantadora familia de Bliss-, ausente ya la esposa, Eleanor, fallecida tras una dolorosa enfermedad durante el primer acto: la actriz Ana Otero hace emocionantes escenas que el público aplaude, entusiasmado, por su interpretación brillantísima. Esta mujer, lingüísta griega, pedagógica, entiende, mucho más que ellos la filosofía dialéctica, con referencias a Safo o Sócrates, y su doble sentimiento de Afrodita y de Tánatos. Se forma en este jardín una especie de telaraña en cuyos hilos van enganchándose las diferencias y similares pensamientos. La hija de Eleanor, Esme, -también con la estupenda Chantal Aimée-, tiene una nieta. También un yerno, junto a un conjunto de estúpidos e inteligentes: a casi todos los que hay allí, el ya viejo Max, en sus enseñanzas finales, les va envolviéndo en papel de aluminio, metiéndolos en el refrigerador.
Hace ya tiempo que no aparece por Madrid este apreciado director catalán, Àlex Rigola. El último montaje que vimos fue el inolvidable Largo viaje hacia la noche, de O’Neill, y ha querido ahora traer –después de estar en cartel en el Teatro Lliure, Barcelona- esta especie de diálogo filosófico, la última obra de Tom Stoppard (2006). A este autor checoslovaco-inglés le gusta hablar de sus experiencias: la última que se representó en Madrid –aún en cartel- fue Realidad, título que podría llevar de igual manera este Rock’n’Roll, aunque nada se asemejen. Aquí se atreve a este politiquismo. No posee interés dramático, por mucho que esté muy bien escrito. En el primer acto conocemos a unos interesantes personajes y esperamos a que algo ocurra: y resulta que lo único que ocurre son palabras y discusiones políticas. Quizá, el único personaje teatral, dramático, sea el de la madre de esta familia. Salimos en el intermedio todavía interesados. Y, poco a poco, excepto en la construcción de la última escena, terminamos hasta el gorro de este opúsculo estudio. La duración es de tres horas. Lucha bien el director, para intentar montar a caballo las lentas acciones. Como también pelean los intérpretes, todos perfectos, alguno extraordinario, aunque los largos diálogos son malditos. Y el reconocido escenógrafo, Max Glaencel, diseña el asomo del porche de la casa de campo en un largo césped de espacio rectangular, a cuyos lados contemplan los espectadores; asciende un fragmento del suelo formando un foso cerrado, que imita –tan innecesario- el apartamento de los dos amigos. Salíamos del Matadero –del teatro Español- mirándonos de reojo.
Enrique Centeno

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