Autor:
Steven Berkoff.
Traducción de Carla Matteini.
Intérpretes: Juan Antonio Lumbreras, Lucía Quintana,
Paco Deniz,
Natalia Hernández, Eva Trancón.
Dirección:
Alfredo Sanzol.
Teatro: Centro Cultural
Galileo.
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De nuevo se nos
presenta eso que en el lenguaje del cine suele llamarse un remarke. Steven Berkoff fue niño terrible en la Inglaterra de la
Thatcher, y llegó esta obra a España hace ya ocho años, cuando su apuesta era
extraordinariamente corrosiva. Edipo es un mito, una referencia que él trasladó
a su propio mundo, de un modo transgresor, disparatado, casi petardista. Lo
montó entonces el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas –ya
desaparecido- y nos produjo a todos esa especial conmoción de lo nuevo, de lo inusual,
de lo vivo. La obra respira todavía, desde luego, pero ya no es lo mismo.
Quienes lo hacen ahora son jóvenes creadores, y cabría preguntarse qué induce a
la vuelta atrás, en lugar de sorprender con nuevas apuestas, nuevos textos,
nuevos estilos. En ese sentido, vaya por delante la objeción clara a la
carencia de alternativas diferentes a las ya vistas.
Todo lo anteriormente dicho nada tiene
que ver con la valoración de la puesta en escena que ahora se hace, sino más
bien con la falta de imaginación o de conocimiento (se nos informa que el
equipo procede de la Escuela Superior de Arte Dramático, donde se supone el
acceso a nuevas dramaturgias y nuevos textos, españoles o no), porque,
verdaderamente el trabajo es notable. Notable en el sentido más escolástico,
como calificación a un trabajo encorsetado todavía, en el que no aparece la
genialidad pero sí la formación, el rigor, el conocimiento de los recursos
interpretativos y escénicos. En tal sentido, hace su trabajo todo el joven
equipo, aunque en algún caso –el mismísmo protagonista, aunque no el único-, se
den muestras todavía de una deficiente formación vocal.
Es obra demoledora, desesperanzada,
donde el nuevo Edipo pasa de rebelde a oportunista ambicioso, con una amoralidad
que resulta a veces entrañable, como resulta ser también su incesto perdonado
dentro de ese anarquismo que el director y el actor estropean, con un
exhibicionismo torpe e innecesario, que casi llega a irritar. Lo mejor son los
personajes episódico, como el padre, la camarera, la madre: son todos excelente,
con ese raro dominio de la expresión corporal, de la construcción de personajes
–el director los lleva un poco al exceso, en su afán creador: son cosas de
diletantes, y le sale por ello una farsa en lugar de un esperpento realista,
agrediendo a veces incluso al texto-, pero Lucía Quintana, Natalia Hernández,
Eva Trancón y el resto del reparto son, como suele suceder en estos excelentes
ejercicios, la esperanza de la escena del rigor, de la vuelta al arte dramático
que tan frecuentemente se ve depauperada en nuestra escena: abrigada con
galanes viejos, modelos de pasarela, famosos de profesión y toda una turba de
intrusos que tanto mal están haciendo al progreso de nuestra escena.
Enrique Centeno
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