lunes, 29 de agosto de 2011

El cementerio de automóviles ****

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Autor: Fernando Arrabal.
Intérpretes: Carmen Belloch, Paco Maldonado,
Juan Gea, Natalia Millán, Alberto Delgado, Juan Calot,
Roberto Correcher.
Vestuario: Javier Artiñano.
Escenografía: Xavier Mascaró.
Música: Mariano Marín.
Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente.
Centro Dramático Nacional
Teatro: La Abadía. (7.4.2001)
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Misa pánica

El teatro de Arrabal no tiene edad, y El cementerio de automóviles sigue causando la misma inquietud e idéntico placer, porque el teatro pánico (de pan: todo) se mueve entre el desconcierto, la alegoría, la confusión, la buscada falta de linealidad y de lógica aparente. El cementerio de automóviles es una permanente alegoría (otra característica de lo pánico): una sociedad que continúa siendo soberbia e ignorante, a pesar de que habite en un amasijo de viejos coches desde los que aún dictan órdenes a un servicial mayordomo. Desconcierto y sorpresa permanente, personajes inquietantes entre los que sobresale un trompetista, Emanu, que no es sino el alter ego del Mesías de la mitología cristiana (la mitología será otra constante de este teatro de riesgo).
    Y la pasión, y el amor profano junto al divino, que aquí se entremezclan en una confusión iconoclasta, con la irreverencia del creador que organiza su propia y personal ceremonia. O la traición –otro Judas- y la represión y la muerte. Todo está en este teatro, heredero de la crueldad de Artaud, del surrealismo de Tzara y del absurdo de Ionesco, vanguardias de las que el autor español bebió en su Francia adoptiva. Con ellas logró esta síntesis, esta nueva invención que, con Oración, Los dos verdugos o Fando y Lys, causaron una conmocón en el universo teatral a partir de los años cincuenta.
    El Centro Dramático Nacional, en estos momentos sin sede, presenta este montaje en La Abadía. Es un buen espacio para subrayar más aún la transgresión y la liturgia. Y el resultado es verdaderamente espléndido. Pérez de la Fuente no sólo está sabio en la creación de espacios dramáticos imposibles, sino que lo ha impregnado todo con una gran sensibilidad, de un especial hálito donde la violencia, la injusticia, la religión y el sexo, se entremezclen en una visión absolutamente anárquica, que es la única forma de entender el mundo de Arrabal y, tal vez, el de todos nosotros. Un impecable reparto, unas coreografías de mucho riesgo y belleza, colaboraron, la noche del estreno, a que esta misa profana tocara las vísceras del espectador. Parece que también las del propio Arrabal, que salió a saludar y, entre titubeos, aseguró que se sentía renacer.
Enrique Centeno


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