sábado, 17 de diciembre de 2011

Misión al pueblo perdido **

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Autor: Antonio Buero Vallejo.
Intérpretes: Manuel Galiana, Juan Carlos Naya, Paula Sebastián,
Arturo López, Fito López, María Vidal, Joaquín Molina,
Manuel Gallardo, Pepe Sanz, David Zarzo, Sergio Fernández.
Escenografía: Fancisco Sanz.
Diseño de proyecciones: Carlos Abad.
Dirección: Gustavo Pérez Puig, Mara Recatero.
Teatro: Español. (8.10.1999)
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Buero, la guerra civil como paisaje

Hace ahora cincuenta años que Buero subió por primera vez al escenario del teatro Español, en aquel 1949 en el que “Madrid era una ciudad de un millón de cadáveres”, como escribió Dámaso Alonso, en un verso que sirvió de título al estudioso de Buero, Ricardo Doménech, para analizar su Historia de una escalera. Obra que, si no resucitó a nadie, sí constituyó un revulsivo para los anales de la historia del teatro español del último medio siglo. Este estreno tiene, en ese sentido, un aroma de homenaje, de celebración, de cariño al gran autor.
    Suenan y se funden los himnos del Cara al sol con A las barricadas, con la Marcha Real, con el Puente de los Francese, antes de levantarse el telón: Buero ha querido volver al conflicto de la guerra civil española porque, según afirma, “los hombres no podrán superar sus miserias si no las tienen muy presentes”. Y sin embargo, en esta última obra utiliza un imaginado episodio de la guerra civil para universalizar conflictos situándose, él mismo, en un terreno neutral desde el cual reflexiona sobre la tolerancia o el fanatismo. Su valentía como escritor que padeció la cárcel y la condena a muerte por la facción sublevada, consiste en que, de alguna forma, la contradicción la provocan, precisamente, los personajes del bando leal a las instituciones. Veamos: La misión al pueblo desierto consiste en recuperar, por parte de dos milicianos, un cuadro de El Greco que un pintor custodia, junto a las líneas fascistas, para evitar que caiga en sus manos. Y es el encuentro de estos personajes el que produce la contradicción o la pugna que Buero plantea. El cuadro corre peligro en su traslado, para evitar que cayera en manos de los enemigas. De modo que el pintor, de nombre Plácido, ejerce de árbitro entre el riesgo y la necesidad. Trata de conciliar posturas ante los milicianos, entre los cuales también hay diferencias de criterio. Como se ve, Buero elige como metáfora del conflicto una pintura, esa pasión suya que aflora en otras obras, como en El sueño de la razón o Las Meninas.
    Tampoco el procedimiento dramático es nuevo: en realidad, todo lo que el espectador ve es la escenificación de una supuesta lectura que se hace en una Asociación Cultural, que rememora así aquel episodio presuntamente verídico (también ha surgido, por cierto, un conflicto entre los miembros de esa entidad sobre si debe ser leído o no). Recurso similar al de su obra maestra, El tragaluz, con elementos distanciadores del teatro de Brecht (es una evidencia que el profesor Mariano de Paco ha señalado, frente a ese “efecto de inmersión” que acuñó Doménech y que nunca hemos entendido ni compartido).
    En cuanto a la estructura del drama, que naturalmente no ofrece salida ni solución alguna, este se desarrolla en dos partes, vigorosa y sugerente. La primera y ciertamente tediosa; la segunda, donde el autor pierde el tiempo con diálogos verdaderamente cansinos e innecesarios (puede estar largos minutos explicando cómo embalar el cuadro, cómo transportarlo, atarlo, sujetarlo al pasajero), con esa prosa cuidada, perfecta y en ocasiones no apropiadas para el nivel del lenguaje que se supone a los diferentes personajes (es una tendencia del autor, que ya ha mostrado en sus últimos títulos).
    El montaje, que firman conjuntamente Gustavo Pérez Puig y Mara Recatero, ha querido retratar la irrealidad del relato –es decir, el hecho de que sea una imaginada lectura- mediante decorados ficticios, conseguidos a base de proyecciones en una pantalla gigante, delante de la cual se mueven los actores. Si conceptualmente la idea parece apropiada, el resultado es, cuanto menos, extraño. Porque esa corporeidad que da su propia característica al teatro, se pierde en la fusión cinematográfica que, paradójicamente, cobra un realismo contrario a lo que probablemente se pretende. Y si este planteamiento de la puesta en escena es discutible por lo apuntado, es sin embargo notorio y ostensible el mediocre reparto o la nula dirección de actores. Conocemos la maestría de Manuel Galiana, desde luego, y da la impresión de hacer su Plácido más con su propia sabiduría que con la adecuación a las situaciones; es lo mismo que le sucede a Paula Sebastián; en tanto el resto el reparto desfila casi literalmente por escena en intervenciones grises o sencillamente penosas, como es el caso lamentable y fundamental de Juan Carlos Naya.
    Ya se ha indicado que el estreno sobrepasaba el acto de la propia representación. Se puso en pie el teatro para saludar a su autor, que saludó y se dirigió al público: “Estrené aquí mi primera obra hace cincuenta años. Mi gratitud, que me permitirá continuar seguir siendo autor de teatro en España”. Todos lo esperamos.
Enrique Centeno

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