La Dinamarca trágica se traslada a un espacio inmenso de la Nave de El Matadero. Se extiende sobre una tarima de palets que rompen en las aguas de las costas de aquella península. Un diseño de iluminación sobre este lugar, crea un mundo donde solo cabe esperar la historia de Shakespeare. Arranca la función con el solitario Hamlet entrenándose con furia, contra su saco de boxeo, brutalmente, a puñetazos y patadas. Sabemos bien que prepara la venganza: lo hace Blanca Portillo, impresionante. Se ha atrevido a romper su peligroso personaje, eligiendo una metamorfosis, como si no deseara demasiado la reflexión filosófica, íntima, y su ironía entre juicios y lecciones. Son numerosas mujeres las que se han convertido en Hamlet: entre nosotros, se cita siempre a dos grandes actrices, Margarita Xirgu y Nuria Espert, a quien suele relacionarse con el estilo de aquella diva de Lorca.
Con movimientos violentos, Hamlet se traslada continuamente, corre, viaja por este enorme espacio, apenas se detiene. Es austero el mobiliario y la utillería, con algún buscado efecto, como el curioso grupo de ciclistas, que giran con paraguas en el pedaleo. Una de las mejores escenas –por su plástica y eficacia- se monta en un rincón con una larga mesa blanquísima, en la que Hamlet se encuentra con el Espectro de su padre. Un original y hermoso ambiente alejado de las frecuentes tinieblas y oscuridades. Comen en él, y Hamlet se va informando de la traición y el crimen. Y aquí sí está Portillo atenta, escuchando la exigencia del padre sobre la venganza. Se agradece muchísimo esta pausa, este freno de rapideces, de ritmo e incansable resistencia física de la actriz, que coloca sus textos con fuertes sonidos.
El director sitúa a los personajes cuidando siempre la plástica, la linealidad y geometría, una coreografía de puntos encontrados. Es de una gran belleza, que admite muy bien el gigante escenario, de lado a lado y desde la embocadura –no utilizada- hasta el lejano foro. En este espacio, o por la propia tendencia de Tomaz Pandur, se ha elegido emplear micrófonos. Ciertamente se escucha con un sistema tecnológico perfecto, que permite respetar las riquezas tónicas. Suenan las voces, y a veces, cuando están al fondo, viajamos con los ojos para encontrar al personaje que mueve los labios, y así identificarlo. Claro que, siempre reconocemos, inmediatamente, la de Hamlet. Nos mantiene siempre con atracción la especial actriz. A Blanca Portillo la ha seleccionado, de nuevo, este director, como lo hizo en Barroco (2007), muy lejos de este formidable montaje, en el que ella puede desarrollar todo su talento. Aquí será ya imposible olvidar su conocido monólogo del “Ser, o no ser”, tan esperado, y que, precisamente, es uno de los pocos momentos de interiorización del personaje, con sus reflexiones tensas, hablándose a sí mismo: ha decidido ponerse shakesperiana.
La versión del propio director es muy respetuosa, los textos suenan en una traducción limpia, bella. Casi siempre, Hamlet se abrevia eliminando escenas y fragmentos de los largos cinco actos. Cada cual puede hacerlo como le parezca. Omite así momentos inolvidables de la obra, y podremos también los demás quejarnos por la ausencia de ciertos pasajes. Uno de ellos ha servido muchas veces con admiración por las instrucciones, ya en el siglo XVII, que Hamlet da a los cómicos. Se rompe en este pasaje con la transformación de los personajes en los propios actores. Portillo habla de sí misma como “directora”, y los demás –también con sus nombres reales- escuchan para aprender lo que les indica. Rompen aquí el estilo de la puesta en escena, para actuar sin gritos como aconsejaba el príncipe Hamlet: “Porque si lo voceas, como hacen muchos actores, me daría igual que el pregonero dijera mis versos… por favor, evitadlo” (Act. III, Esc. II). El parlamento ha sido abreviado a un par de palabras sobre consejos.
Con movimientos violentos, Hamlet se traslada continuamente, corre, viaja por este enorme espacio, apenas se detiene. Es austero el mobiliario y la utillería, con algún buscado efecto, como el curioso grupo de ciclistas, que giran con paraguas en el pedaleo. Una de las mejores escenas –por su plástica y eficacia- se monta en un rincón con una larga mesa blanquísima, en la que Hamlet se encuentra con el Espectro de su padre. Un original y hermoso ambiente alejado de las frecuentes tinieblas y oscuridades. Comen en él, y Hamlet se va informando de la traición y el crimen. Y aquí sí está Portillo atenta, escuchando la exigencia del padre sobre la venganza. Se agradece muchísimo esta pausa, este freno de rapideces, de ritmo e incansable resistencia física de la actriz, que coloca sus textos con fuertes sonidos.
El director sitúa a los personajes cuidando siempre la plástica, la linealidad y geometría, una coreografía de puntos encontrados. Es de una gran belleza, que admite muy bien el gigante escenario, de lado a lado y desde la embocadura –no utilizada- hasta el lejano foro. En este espacio, o por la propia tendencia de Tomaz Pandur, se ha elegido emplear micrófonos. Ciertamente se escucha con un sistema tecnológico perfecto, que permite respetar las riquezas tónicas. Suenan las voces, y a veces, cuando están al fondo, viajamos con los ojos para encontrar al personaje que mueve los labios, y así identificarlo. Claro que, siempre reconocemos, inmediatamente, la de Hamlet. Nos mantiene siempre con atracción la especial actriz. A Blanca Portillo la ha seleccionado, de nuevo, este director, como lo hizo en Barroco (2007), muy lejos de este formidable montaje, en el que ella puede desarrollar todo su talento. Aquí será ya imposible olvidar su conocido monólogo del “Ser, o no ser”, tan esperado, y que, precisamente, es uno de los pocos momentos de interiorización del personaje, con sus reflexiones tensas, hablándose a sí mismo: ha decidido ponerse shakesperiana.
La versión del propio director es muy respetuosa, los textos suenan en una traducción limpia, bella. Casi siempre, Hamlet se abrevia eliminando escenas y fragmentos de los largos cinco actos. Cada cual puede hacerlo como le parezca. Omite así momentos inolvidables de la obra, y podremos también los demás quejarnos por la ausencia de ciertos pasajes. Uno de ellos ha servido muchas veces con admiración por las instrucciones, ya en el siglo XVII, que Hamlet da a los cómicos. Se rompe en este pasaje con la transformación de los personajes en los propios actores. Portillo habla de sí misma como “directora”, y los demás –también con sus nombres reales- escuchan para aprender lo que les indica. Rompen aquí el estilo de la puesta en escena, para actuar sin gritos como aconsejaba el príncipe Hamlet: “Porque si lo voceas, como hacen muchos actores, me daría igual que el pregonero dijera mis versos… por favor, evitadlo” (Act. III, Esc. II). El parlamento ha sido abreviado a un par de palabras sobre consejos.
El director es igualmente libre para eliminar el encuentro del protagonista con el enterrador, esa conversación solitaria con Horacio sobre la muerte, tomando la calavera de su recordado bufón, Yorick. Pero aquí, no hay poco más que arrojarlo al mar, simplemente. Insistimos en que el director desprecia esa imagen, figura que forma parte de Shakespeare.
En la escena principal del final, las espadas y el veneno cubren de cadáveres la sala del palacio. El duelo entre Laertes y Hamlet se ha montado vistiendo a ambos con el blanco uniforme de la esgrima de floretes, cubriendo sus cabezas con las correspondientes caretas de malla. Es una lucha olímpica.
Aunque no todos, los intérpretes están muy bien, e incluso en el descanso nos ofrecen en la acogedora cafetería, media hora de buenas canciones de Asier Etxeandia –que representa magníficamente al Espectro- sobre su pequeño escenario. En todos los sentidos, el espectáculo es extraordinario, y así lo vivimos todos los espectadores.
Aunque no todos, los intérpretes están muy bien, e incluso en el descanso nos ofrecen en la acogedora cafetería, media hora de buenas canciones de Asier Etxeandia –que representa magníficamente al Espectro- sobre su pequeño escenario. En todos los sentidos, el espectáculo es extraordinario, y así lo vivimos todos los espectadores.
Enrique Centeno
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William Shakespeare.
William Shakespeare.
Traducc. José Ramón Fernández.
Intérpretes: Blanza Portillo, Asier Etxeandía, Hugo Silva,
Quin Gutiérrez, Susi Sánchez, Manuel Morón, Félix Gómez,
Nur Al Al Levi, Aitor Luna, Eduardo Mayo, Domià Plensa,
Santi Marín, Manuel Moya.
Escenografía: Numen.
Versión y dirección: Tomaz Pandur.
Teatro: El Matadero. (12.2.1999)
Intérpretes: Blanza Portillo, Asier Etxeandía, Hugo Silva,
Quin Gutiérrez, Susi Sánchez, Manuel Morón, Félix Gómez,
Nur Al Al Levi, Aitor Luna, Eduardo Mayo, Domià Plensa,
Santi Marín, Manuel Moya.
Escenografía: Numen.
Versión y dirección: Tomaz Pandur.
Teatro: El Matadero. (12.2.1999)
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