martes, 23 de agosto de 2011

El cruce del Niágara **

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Autor: Alonso Alegría.
Intérprete: Rubén Pagura
Dirección: Mario Vedoya.
Sala: El canto de la Cabra. (28.9.2000)
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Blondin (1824-1897) sobre el alambre en el Niágara, portando en la espalda a Carlo

Piruetas en el alambre

El equilibrista francés Blondin ha pasado a la historia como un fenómeno de hazañas impresionantes, especialmente desde que, en 1870, cruzara las cataratas del Niágara sobre un alambre. Lo hizo en varias ocasiones, con o sin pértiga, deteniéndose incluso para cocinar y comerse una tortilla en la mitad del camino. Se atrevió, incluso, a hacerlo llevando a sus hombros a un ayudante, y es esta singular travesía la que inspira al autor, el peruano Alonso Alegría, esta excepcional obra, que obtuvo el Premio Casa de las Américas –La Habana, no confundir, por favor- allá por 1969.
    El tiempo de la escritura era todavía el de la creencia en la dialéctica, la teoría y la práctica que daban como resultado o conjunción la praxis marxista. De modo que el ayudante, Carlo, representa la ciencia, el cálculo, la provocación hacia el progreso, en tanto Blondin sería la fuerza física, la experiencia. Y el científico quiere hacer volar a este proletario del malabarismo, escéptico y cansado ya, al final de su vida. El resultado es, como correspondía al tiempo de su escritura, la esperanza, la utopía, la fantasía de un mundo mejor en el que el proletario y el intelectual consiguen transformar el mundo: aquí vuelan, se salen del alambre y se lanzan hacia el mismo sol, hacia la victoria de la humanidad conseguida con el esfuerzo conjunto de dos clases sociales.
  Qué cosas. Ya nadie se lo cree, de modo que en esta globalización, en esta derrota de aquellas teorías, la parábola del veterano equilibrista y de su ayudante científico apenas si queda la anécdota. Conceptos abandonados, utopías aplastadas, objetivos derrotados. Esta obra, espléndida, inteligente, poéticamente revolucionaria, asoma a nuestra escena treinta años después ya casi como un testimonio de la esperanza de un mundo y de unos intelectuales hoy sumidos en las tinieblas.  
Alonso Alegría (Santiago de Chile, 1940)

    Escénicamente la función no se hace bien, porque contiene un error absolutamente inadmisible. La dialéctica y la organización del conflicto entre los dos personajes lo finge un único actor, que dobla a ambos o que responde a supuestas réplicas de su antagonista, que jamás aparece. Maniqueísmo forzoso, porque solo vemos a uno, en todo caso imitando al otro. Y ese uno es quien domina, quien manda, quien lleva el peso impidiendo esa hermosa dialéctica entre dos que el autor proponía en el original. La idea de convertir esta pugna en un monólogo consideramos que es un verdadero atentado, una sinrazón, una auténtica traición al espíritu de la obra. O, simplemente, la demostración de que estos creadores están también sumidos en las tinieblas. Pero al parecer esta profanación también da ya lo mismo, y en ese sentido la obra debería haber seguido sin ser hecha, porque su mensaje queda aquí de nuevo enterrado. Lo importante, en ocasiones, es el lucimiento del actor –que es autor de esta llamada dramaturgia, junto con el director-, la economía aunque ésta sea a costa de la traición.
    Todo lo cual no impide constatar el magnífico trabajo de Rubén Pagura, de ricos registros, de excelente preparación y formación física, con esa cautivadora cualidad del rapsoda sudamericano, en voz y descaro comunicativo.
Enrique Centeno



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