domingo, 4 de septiembre de 2011

Don Juan Tenorio **

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Autor: José Zorrilla.
Versión: Yolanda Pallín.
Intérpretes: Ginés García, Juan José Otegui, José Tomé, Walter
Vidarte, José Segura, Cristina Pons, Paca Lorite, Juan Antonio
Quintana, Arturo Querejeta.
Escenografía: José Hernández.
Vestuario: Rosa García.
Iluminación: Miguel Ángel Camacho.
Dirección: Eduardo Vasco.
Teatro: La Comedia. (14.11.2000)
(Compañía Nacional de Teatro Clásico)
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Un don Juan trágico

A Eduardo Vasco, el director de este Don Juan Tenorio, le pasa sin duda como a nosotros mismos: no le gusta el texto de Zorrilla, pero se lo han encargado montar; y allá va.
    Hay aquí una Hostería del Laurel reducida a una mesa; un convento que no se ve; una quinta de don Juan apenas insinuada; incluso un sofá que ha desaparecido, porque la seducción susurrante del conquistador es capaz de llevarse a cabo a ocho metros de distancia de su enamorada; la mesa para cenar está a un lado del escenario, y las sillas al otro. De modo que es imposible sentarse junto a ella; por no haber, no hay, en fin, ni panteón ni estatuas. Se persigue la originalidad, porque este es uno de esos montajes en los que, ante todo, y por encima de todo, importa el lucimiento y las ocurrencias del director, que pertenece a esa escuela de los dueños del mundo escénico. No se trata, exactamente, de una transgresión –la hizo brutalmente el director Ángel Facio hace ya muchos años- ni de una irreverencia –en este escenario Marsillach ya situó al mito en época romántica con El burlador de Sevilla, de Tirso, inspiradora de este juego de Zorrilla-, sino una especie de empeño en no hacer nada tal como fue concebido. La dichosa firma que a este director le llevó a pervertir el año pasado a Lope.
    A Yolanda Pallín, con la adaptadora le pasa también algo parecido en cuanto a su gusto por Zorrilla. De modo que ha suprimido muchísmos versos, escenas enteras incluso, aun a sabiendas de que es un texto que nos sabemos casi de memoria. A ella, como a Vasco, hubiera preferido a Shakespeare, sin duda. Y por ahí va el espectáculo: claroscuros tenebrosos; escenas más cercanas a la tragedia que al drama; desdibujar los personajes “graciosos”. y engrandecimiento artificioso de los chulos –don Juan, don Luis- para intentar dotarlos de una dimensión que nunca han tenido. Es seguro que, con montajes como este, Don Juan no hubiera jamás llegado a su popularidad, y a ser la obra más representada de nuestro teatro, a ser aprendida y disfrutada, en todas las ciudades españolas, por estas fechas como tradición cultural. Porque lo chusco, lo contundente, lo tonto y lo obvio del Tenorio –se han hecho docenas de parodias con él- es, seguramente, el contrapunto a la fiesta de los Difuntos en la que se representaba. Sus méritos y su gracia está sin duda en eso, en que es una obra mal construida, de pobre versificación, de efectismo sonoro, de machismo jocoso, de catolicismo tridentino. Por eso divierte, por eso es una guasa verla. Este montaje no da guasa alguna. Es pretencioso, adulterador de la obra, traidor.
    Todo lo anteriormente dicho, nada tiene que ver con la caligrafía formal: queremos decir que, aparte del dislate de partida, en el que ni el desdichado escultor tiene esculturas, Eduardo Vasco dirige con gusto, armoniza bien las escenas -si exceptuamos la penosa resolución de las apariciones, a base de proyecciones-, el juego de actores, y ha hecho que le iluminen muy bien al servicio de su buscado claroscuro. Y que hay un buen reparto, con un don Juan excelente, a pesar de sus greñas, que consigue casi esa visión trágica que el director le pide. Es Ginés García, a quienes secundan bien José Tomé –don Luis Mejía- Walter Vidarte, Juan José Otegui, Cristina Pons -doña Inés-, José Segura y Juan Antonio Quintana, entre el largo y cuidadoso reparto.
    Se da, a pocos pasos del teatro de la Comedia, otro Tenorio, el de Pérez Puig en el Español. No referirse a ello parecería una evasión. No nos gustó éste último que vimos hace días, porque parecía anclado en el pasado, como si el desarrollo del teatro, de sus recursos icónicos, se quedaran en la triste frontera del coliseo municipal. Las objeciones al que presenta la Compañía Nacional de Teatro Clásico no vienen, por tanto, de su riesgo e innovación -una apuesta imprescindible-, sino de su gratuidad e inconsistencia de ese empeño en el “aquí estoy yo” de ciertos directores.
Enrique Centeno


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