martes, 18 de octubre de 2011

Yo ***

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Autor y actor: José Luis Coll.
Teatro: Centro Cultural de la Villa. (12.1.2000)
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 La sonrisa de José Luis Coll

Aparece con esa imagen amable, embutido en su larguísimo frac y bajo el bombín que no hace crecer su enana figura entrañable, un icono comparable a los rizos del mudito de los hermanos Marx, o al bigotillo de Charlot. Llevaba años en silencio, desde que su compañero Tip desapareció tras treinta años de matrimonio escénico. Coll había logrado resistir, incluso convivir, desde su actitud progresista, con un cómico en las antípodas de su ideología. Fue quizá su surrealismo compartido lo que le permitió compartir casi una vida con aquel genio larguirucho y entrañable, probablemente porque el universo del humor es capaz de entenderse desde ángulos distantes. Se aupó en tiempos difíciles, en los que había que burlar todo tipo de ridículas censuras, y habría que saber, como se preguntaba el periodista José Luis Albite, cómo un tipo como él pudo encajar el éxito con la hondura de haber notado un sordo dolor: “Tienes todo hecho y un montón de tipos como yo intentando averiguar quién puso en esa sonrisa ese toque como de tristeza, añadía el compañero”.
    Es verdad. José Luis Coll asoma en el escenario de un modo distinto, a veces como un divorciado que parece a punto de cantarnos una elegía, porque resulta casi imposible imaginárselo sin su compañero, como a Tip le hubiera ocurrido en caso contrario. Aparece en escena borracho, y se cura en cuanto toma cuatro copas; se sienta a leer la prensa y hace su interpretación surrealista del mundo que nos rodea. Pone esa cara de pez humano, de ser que renuncia a entender más de lo que es necesario, de modo que desiste del intento y nos regala una cadena de chistes, chascarrillos y reflexiones en los que incluye algunas citas –demasiadas, críticamente hablando- de su último libro, que lee literalmente, para terminar con las entrañables anécdotas que vivió junto con Luis Sánchez Polak, Tip, desde sus bohemias de profunda pobreza y sus inicios compartidos.
    Es así cómo Coll quiere concluir este espectáculo –lo llama “encuentro”, porque aborrece el término show- , con el sombrero de copa de Tip en una mano y su propio bombín en la otra, y sin que pueda evitar que su garganta se estrangule y sus ojos se humedezcan recordando al compañero de toda una vida. Después añade, por esa inercia de la sala de fiestas en la que se crió, unos minutos finales para que el público intervenga, le pregunte, le provoque. Lo hicieron la noche del estreno sobre su afición al billar, como si buscara nueva pareja de profesión, como si escribiera un nuevo libro, o quién ganaría las elecciones (“los americanos, como siempre”, fue su respuesta), pero nadie le preguntó qué misterio tienen la sonrisa de Chaplín, la de Harpo, la de Marceau, o la de él mismo, para ser capaces de encandilar por sí mismas.
Enrique Centeno

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