Autores: L. García Berlanga y Rafael Azcona.
Versión teatral: Bernardo Sáncehez.
Intérpretes: Juan Echanove, Luisa Martín, Alfred Lucchetti,
Vicente Díez, Pedro G. de las Heras, Fernando Ranzanz,
Luis G. Gámez, Ángel Burgos, David Lorente.
Escenografía: Gabriel Carrascal.
Vestuario: María Luisa Engel.
Dirección: Luis Olmos.
Teatro: La Latina. (23.3.2000)
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Incapaz de matar una mosca
Esta es la historia y la geografía de un mundo, de una sociedad que Azcona y Berlanga retrataron en los años sesenta. Es un retrato de la precariedad, del someti- miento y de la forzosa inocencia de personajes desvalidos, indefensos ante el gigante político de una dictadura.
El desdichado José Luis, aprendiz en una funeraria, y de Carmen, la muchacha estigmatizada por ser hija de un verdugo. En cuanto a la historia, presenciamos la sordidez del viejo funcionariado, la existencia de la pena de muerte, la emigración como única salida a la miseria: él desea ir de mecánico a Alemania; ella, de portera a Francia (aquella terrible emigración que tanto salvó al sistema autárquico y a tantas familias cuyos hijos, hoy, se muestran intolerantes con la nueva inmigración que ese mismo mundo está recibiendo de los países pobres).
Este esperpento, tierno y valiente, se dedica, sobre todo, a denunciar la abominable pena de muerte, que, independientemente, perdure en muchos lugares. Lo que hoy queda del original –qué estupenda adaptación para el teatro la que ha hecho Bernardo Sánchez- no es solo el testimonio de una época -que ya es mucho-, sino que el terrible garrote vil se convierte en la metáfora de muchas cosas. De cómo se puede ser capaz de aceptar ser verdugo, cuando se es “incapaz de matar una mosca”, por ejemplo, movido por la necesidad, por insólitas circunstancias. El personaje de José Luis es un cobarde, desde luego, pero probablemente lo más terrible es que le comprendemos, le amamos, nos solidarizamos con él, porque se sabe que la cobardía, la debilidad y la necesidad transforman al ser humano.

El montaje lo ha dirigido Luis Olmos, demostrando, como suele hacer desde su Teatro de la Danza, mucho talento mimando a los personajes con maestría, resolviendo todas las dificultades con la sencillez del maestro de escena, del conocedor del lenguaje teatral y de la magia de esa caja cerrada y sugerente de un escenario. Con su apasionado rigor, con ilustraciones musicales que son siempre su tentación y que aquí no solo apoyan o facilitan la acción, sino que incluso narran por sí mismas.

Estamos sin duda ante un espectáculo para la memoria, ante un título que devuelve, desde el teatro de La Latina, muchos valores escénicos que a menudo se pierden camuflados entre la ostentación espectacular.
Enrique Centeno
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