Autor: Alfonso Plou.
Intérpretes: Santiago Meléndez,
Balbino Acosta, Francisco Fraguas, Ricardo Joven,
Gabriel Latorre, Pilar Gascón, Amor
Pérez.
Vestuario: Jorge Pérez.
Escenografía: Tomás Ruata.
Dirección: Carlos Martín.
Una comisión aragonesa para
el centenario de Luis Buñuel es quien promociona este montaje, que lleva a cabo
la compañía zaragozana El Temple. Podría igual haberlo hecho una organización
de México o de Francia, puesto que el genio de Calanda hubo que realizar, casi
toda su obra, en aquellos dos países. Aunque es difícil que, en ese caso, no se
le hubiera ocurrido a nadie la excelente idea de unir la vida y la obra de
Buñuel, con alguno de sus amigos de juventud, como Lorca, Dalí o Pepín Bello,
compañeros desde aquella Residencia de Estudiantes, donde lo mismo se componían
los disparatados poemitas llamadas anaglifos; se hacían concursos de pedos,
leía su autor el Romancero gitano o
presentaba el aragonés su Un perro andaluz,
realizada en París junto con Dalí.
Cómo tratar tanta
irreverencia de estos tres genios, fundamentales que dan título a la obra. Tanta
subversión, tanto disparate inteligente, no es tarea fácil. Véanse, por
ejemplo, las memorias de Aberti en La
arboleda perdida (en edición anterior a las tropelías de censura que su
viuda introdujo después; por favor), y
se comprenderá lo difícil que resulta encontrar una iconografía teatral
suficiente para estos personajes. Y, sin embargo, el dramaturgo Alfonso Plou, y
el director Carlos Martín, lo consiguen en gran medida (sorprendente, porque
con motivo de otra efemérides, el 250 aniversario de Goya, llevaron a escena un
montaje penoso sobre el pintor también aragonés). El espectáculo, tanto en lo
que se dice –sobre textos de Antonio Sánchez Vidal- como lo que se hace,
consiguiendo una representación con brío, comprometida con cada uno de los personajes,
y añadiendo la propia irreverencia a la biografía de todos ellos, subvertiendo
lenguajes, y atreviéndose con imágenes
religiosamente vigorosas subversivas en
su transgresión.
Anacronismos, como la
aparición del presi- dente Pujol, testimonios como el del propio Franco con su
menu- dencia intelectual y humana, parodias sobre el derrumbamiento comercial, y reaccionario de aquel patético Dalí –lo que no se atrevió a hacer el supuesto
iconoclasta Boadella en su Dalíii,
una hagiografía de santoral- y, en definitiva, una interpre- tación a la altura
de los propios personajes dramatizados. La función posee momentos de excelente
estética, a pesar de haberse rendido a la tentación de la tecnología del vídeo,
para ocupar el fondo o panorama del escenario; pero, sobre todo, rememora la
personalidad de unos creador irrepetibles, y, en ese sentido, el espectáculo
logra cumplidamente su función, con un conjunto de actores que también se
burlan de sus propios personajes, en un trabajo notable.
Enrique Centeno
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