Autores: G. Bizet, P. Mérimée.
Intérpretes:
María Carrasco, Paco Mora,
Concepción Jareño, Manuela Amaya, Antonio
Carbonell
y cuerpo de baile (Compañía de ballet flamenco de Paco Mora).
Guitarras: Carlos Pascual, Ángel
Montejano.
Percusión: Rafael
Escudero.
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Otra vez la cigarrera
No es fácil distinguir siempre lo que separa el mito, del tópico,. Porque algunas interpretaciones, con frecuencia se convierten en un lugar común, o vulgar, para pasar a ser, una trivialidad, Y se llega a utilizar el mito de don Quijote, por ejemplo, o el de don Juan o Celestina, de modo tan superfluo que devalúa la grandeza de tales personajes. Carmen es uno de ellos. El romántico Mérimée oyó hablar de ella e ideó una historia de facas, pasiones y toreros que, en 1845 –fecha de su publicación-, obtuvo gran éxito y que Bizet encumbró, definitivamente, cuando compuso su ópera; sin duda muy superior al propio libreto. Carmen ha provocado después mucha literatura, e incluso ha subido a los
escenarios de diversa forma. Entre nosotros se han hecho parodias, ballets, e
incluso versiones diferentes para el teatro; la de Antonio Gala, que en su
habitual redundancia escribió una Carmen
Carmen (así, sin coma) en la que ni Concha Velasco, y mucho menos Tony
Cantó, fueron capaces de salvar del desastre, cuyo conductor fue José Carlos
Plaza; o la de Salvador Távora, empeñado en recuperar la verdadera historia de
la cigarrera de Triana, con sus ansias de libertad, y la incomprensión con la
que hubo de enfrentarse.
Se piensa en todo ello cuando se presencia ahora esta Carmen que presenta el ballet de Paco
Mora. Dice el programa de mano que sus autores son Bizet y Mérimée, pero en
realidad lo que queda de ellos es apenas unos fragmentos grabados de la ópera,
y la sinopsis argumental. Todo lo demás es el baile, el cante y el toque: palos
populares como la soleá, las bulerías, el martinete, o las inevitables
sevillanas (hay en este espectáculos demasiadas cosas “inevitables”, por lo que
el mito busca desesperadamente los tópico). Esa mezcolanza entre el cante y el bel canto, no se comprende bien en un
ballet flamenco, y cabría interpretarlo como una timidez por parte de su
creador, que ha querido mantener referencias constantes a la ópera francesa,
como apoyo a la narración. El resultado es por ello híbrido, confuso,
amalgamado. Y se detiene demasiado en los cuadros de sarao flamenco, a
sabiendas de que la historia se pierde, pero que el público se anima ante los
buenos cantes, los vigorosos zapateados; la pasión por el género. Se conforma,
con todo ello, un espectáculo muy irregular, donde pueden verse momentos
brillantes, pero que en su conjunto no consigue coherencia argumental ni
estilística.
Apabulla María Carrasco, en cuanto hace su aparición en escena, revolando
los blancos volantes sobre su estrecho y expresivo cuerpo, pero insuficientemente
aprovechado en una coreografías planas (alguna excepción, como el cuadro de la
Muerte). Combate Paco Mora para que su físico conserve la arrogancia al bailar.
Hace un exhibicionismo descarado Antonio Carbonell, en su personaje de
“toreador”, y atrae las miradas el cuerpo
de baile, discreto, con Manuela Amaya, primera solista.
Se escucha mucho mejor que se ve: las voces suciamente espléndidas de
Isabel López y de Álvaro Prada, las buenas guitarras, el taconeo y las palmas.
Y hay un momento, por desgracia temprano, en el que ya se sabe que lo
importante va a ser eso, junto a algunos solos de baile; y es que la
coreografía, la iluminación, los elementos escenográficos, son muy poquita
cosa. Carmen, la cigarrera, queda apenas como pretexto.
Enrique Centeno
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