sábado, 23 de junio de 2012

Como los griegos **

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Autor: Steven Berkoff. 
Traducción de Carla Matteini. 
Intérpretes: Juan Antonio Lumbreras, Lucía Quintana, 
Paco Deniz, Natalia Hernández, Eva Trancón. 
Dirección: Alfredo Sanzol. 
Teatro: Centro Cultural Galileo.
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Fotos de Julián Peña
Sin genio pero con brío

De nuevo se nos presenta eso que en el lenguaje del cine suele llamarse un remarke. Steven Berkoff fue niño terrible en la Inglaterra de la Thatcher, y llegó esta obra a España hace ya ocho años, cuando su apuesta era extraordinariamente corrosiva. Edipo es un mito, una referencia que él trasladó a su propio mundo, de un modo transgresor, disparatado, casi petardista. Lo montó entonces el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas –ya desaparecido- y nos produjo a todos esa especial conmoción de lo nuevo, de lo inusual, de lo vivo. La obra respira todavía, desde luego, pero ya no es lo mismo. Quienes lo hacen ahora son jóvenes creadores, y cabría preguntarse qué induce a la vuelta atrás, en lugar de sorprender con nuevas apuestas, nuevos textos, nuevos estilos. En ese sentido, vaya por delante la objeción clara a la carencia de alternativas diferentes a las ya vistas.
 Todo lo anteriormente dicho nada tiene que ver con la valoración de la puesta en escena que ahora se hace, sino más bien con la falta de imaginación o de conocimiento (se nos informa que el equipo procede de la Escuela Superior de Arte Dramático, donde se supone el acceso a nuevas dramaturgias y nuevos textos, españoles o no), porque, verdaderamente el trabajo es notable. Notable en el sentido más escolástico, como calificación a un trabajo encorsetado todavía, en el que no aparece la genialidad pero sí la formación, el rigor, el conocimiento de los recursos interpretativos y escénicos. En tal sentido, hace su trabajo todo el joven equipo, aunque en algún caso –el mismísmo protagonista, aunque no el único-, se den muestras todavía de una deficiente formación vocal.
  Es obra demoledora, desesperanzada, donde el nuevo Edipo pasa de rebelde a oportunista ambicioso, con una amoralidad que resulta a veces entrañable, como resulta ser también su incesto perdonado dentro de ese anarquismo que el director y el actor estropean, con un exhibicionismo torpe e innecesario, que casi llega a irritar. Lo mejor son los personajes episódico, como el padre, la camarera, la madre: son todos excelente, con ese raro dominio de la expresión corporal, de la construcción de personajes –el director los lleva un poco al exceso, en su afán creador: son cosas de diletantes, y le sale por ello una farsa en lugar de un esperpento realista, agrediendo a veces incluso al texto-, pero Lucía Quintana, Natalia Hernández, Eva Trancón y el resto del reparto son, como suele suceder en estos excelentes ejercicios, la esperanza de la escena del rigor, de la vuelta al arte dramático que tan frecuentemente se ve depauperada en nuestra escena: abrigada con galanes viejos, modelos de pasarela, famosos de profesión y toda una turba de intrusos que tanto mal están haciendo al progreso de nuestra escena.
Enrique Centeno

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