jueves, 18 de agosto de 2011

El mercader de Venecia *

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Autor: William Shakespeare.
Traducción y versión de Vicente Molina Foix.
Intérpretes: Gabriel Garbisu, Rosa Manteiga, Ernesto Arias,
Carmen Machi, Elisabeth Gelabert, Jesús Barranco, Miguel Cubero,
Josep Albert, Rafael Rojas, David Luque, Lidia Otón.
Vestuario y escenografía: H. Heyme, K. Glarner.
Dirección: Hansggünther Heyme.
Teatro: La Abadía. (31.1.2001)
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Reventando a Shakespeare

Es seguro que en la memoria de cualquier aficionado, permanecerán todavía las imágenes del primer montaje de El mercader de Venecia que se ofreció en el Centro Dramático Nacional –qué tiempos aquéllos- en 1992. Lo dirigió José Carlos Plaza sirviéndose de la traducción, bella, delicada, en versos libres de Vicente Molina Foix. Es la misma que ahora se ha utilizado; y es, también, lo único que puede elogiarse de esta puesta en escena.
    Una Venecia acalorada, bulliciosa y multirracial, es el marco en el que Shakespeare sitúa la acción de El mercader de Venecia, cuya historia mezcla elementos dramáticos, humorísticos y amorosos, partiendo de muchas referencias literarias anteriores pero que el bardo organiza de forma definitiva. Aquel inolvidable montaje, al que aludíamos, se interesó mucho por el judío Shylock, por su drama personal en un mundo hostil: fue una visón oportuna para esta sociedad nuestra en la que se ofrecía el drama. Y contó con todos los elementos extratextuales, icónicos, que hicieron de aquello una obra maestra.
    Lo que queda aquí ahora, es únicamente la traducción. En un incomprensible espacio –una especie de terma cutre, enmarcada, surcada y entorpecida por tuberías de cobre, de duchas y de grifería de latón, que no sabemos qué demonios pintan-, se mueven los personajes: ellos, vestidos de mujer, depilados y elegantes; ellas, travestidas, taradas físicas –es el caso de la bella Porcia -qué atrevimiento-, y un juego escénico empobrecido, donde la famosa escena de los cofres, por ejemplo, se resuelve con una especie de expositor raquítico del que se obtienen un similar pastillero en los que se encuentran las sorpresas.
    Es todo un dislate tal, que no se termina de comprender a qué obedece todo. Ah, descubrimos al final que el pilón alicatado, que hemos soportado durante dos horas y media, era para el bautismo por inmersión –inventado, claro- del desdichado judío. Probablemente, se le quiere ver humillado, víctima de la sociedad cristiana dominante. Pero, puestos a inventar, no es la integración lo que caracteriza al poder, sino la marginación y el desprecio, como bien sabemos en estos pagos, de modo que el asunto es igualmente disparatado.
    En esta espantosa escenografía, pretendidamente innovadora; con estos incomprensibles trajes, también presuntamente innovadores, y con una interpretación muy deficiente, apenas salvada –no siempre- por la actriz que–Porci-, pero en general, histriónica, a medio camino entre el amateurismo y la soberbia vanguardista Naufraga el espectáculo permanentemente, como si las aguas de la tranquila Venecia quisieran abducir el disparate que, incomprensiblemente, ha coproducido el teatro de La Abadía.
Enrique Centeno






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