Libreto: Leslie Bricusse.
Sobre la novels de Robert Louis Stevenson.
El extraño caso del Dr, Yekill y Mr. Hyde.
Música: Frank Wildhorn.
Intérpretes: Raphael, Marta Ribera, Margarita Marbán,
Guillermo Antón, José Ramón Henche, Enrique Sequero,
Luis Amando, Paco Arroyo, Eva Diago, etc.Dirección musical: Juan José García Caffi.
Coreografía: Luca Yexi.
Escenografía: Ramírez y Fröderberg.
Dirección artística: Luis Ramírez.Teatro: Nuevo Apolo. (28.9.2000)
________________________________________________Todos a aplaudir

La grandeza y servidumbre del musical reside en la espectacularidad de sus números, lo que a veces provoca un cierto detenimiento en la acción; concesiones al aficionado a las coreografías, a las músicas, a los cantos. Teatralmente, hay dos o tres ocasiones –la obra dura tres horas- en las que tal cosa sucede, sin duda. Pero, en general, lleva la narración el director, Luis Ramírez, con muy buen pulso. Y, como suele suceder –es también productor-, no escatima medios. Decorados móvil, escenarios giratorios, efectos deslumbrantes de luz y sonido, vestuario hermoso... Todo posee ese perfecto acabado imprescindible, esa sensación de que nada hay que envidiar a Broadway.

Y él, claro: Raphael. La duda del espectador no incondicional, es si será capaz de hacer un personaje que no sea él mismo. Lo hace. Vaya si lo hace. Aplicando su conocido temperamento al atormentado personaje, haciéndolo bien incluso en los momentos hablados, atronando y estremeciendo la escena, conteniendo veleidades al servicio de la partitura (no significa eso, naturalmente, que no se le reconozca, o que no caiga en levísimas reafirmaciones personales). Dando, en fin, muestras de una gran profesionalidad.
Levantó el espectáculo al público de sus asientos, un día habitual, no de estreno -se están haciendo muchísimas representaciones antes del llamado estreno “oficial”- que llenaba el coliseo. Saludaron todos muchas veces. Y paseó sólo, triunfante, de un lado a otro del escenario, entre gritos de sus admiradores; manos abiertas hacia la platea, sonriente, como un torero dando la vuelta al ruedo. Parecía susurrar para sus adentros: “Yo soy aquél”. Algunas de sus escenas –hay una en la que interpreta cantando simultáneamente a sus dos personalidades-, habían deslumbrado al público, sabía él que eran casi insuperables.
Enrique Centeno
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