jueves, 4 de agosto de 2011

La muerte de un viajante ***

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Autor: Arthur Miller.
Intérpretes:Sacristán,María Jesús Valdés,Alberto Maneiro,
José Vicente Moirón, Francesc Galcerán, Silvia Espigado,
José Carde, Zorión Eguileor, Romà Sánchez, Javier Gamazo.
Vestuario: Rafael Garrigós.
Escenografía: Oscar Tusquets.
Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente.
Teatro: La Latina. (18.4.2001)
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El éxito o la muerte

on pocos días de diferencia, el Centro Dramático Nacional presenta –en otro teatro prestado, puesto que en este momento se encuentra sin sede-, tras El cementerio de automóviles, otra reposición de uno de los grandes títulos del teatro contemporáneo. Como en el anterior caso, La muerte de un viajante se mueve alrededor de unos conflictos, tan universales, que continúa respirando vitalidad, y su tragedia nos llega como cualquiera otra de las grandes del clasicismo.
    Puede que hoy, incluso, se entienda mejor, porque en 1949 la sociedad española vivía el ambiente de Historia de una escalera (del mismo año), es decir, el hambre, la represión y la desesperanza, más que ese mundo, donde una familia pasa apuros, pero que posee nevera y coche. No sé si el espectador de entonces era capaz de implicarse en aquel desastre del “sueño americano” mientras vivía una larga posguerra. Hoy, sin duda le es más fácil.
    En una ocasión preguntaron a Miller qué era lo que en realidad vendía su protagonista, Willy Loman, puesto que el viajante nunca lo menciona. “A sí mismo”, respondió. Se trataba de encontrar el éxito a toda costa, de destacar entre los demás, de hacerlo a costa de cualquier clase de fingimiento, de hipocresía y de apariencia: lo que hoy llamamos la imagen. La imagen es, en efecto, la fórmula para el éxito.
    Loman está entre nosotros, lo conocemos. Como también a su esposa, en paciente espera, callada y disimulando que conoce la frustración y la mentira del marido, repitiendo que “todo se va a arreglar” e ignorando que el hombrecillo pide cada semana dinero prestado a un amigo para no perder su imagen y el buscado prestigio. Y que se asombra del “triunfo” de su hermano, que se ha hecho rápidamente rico en extraños negocios africanos. A Loman le despedirán de la empresa tras toda una vida en ella, porque su rendimiento ya no es suficiente: también suena a algo de hoy mismo. Como el destino de sus dos hijos, uno decidido a conseguir lo que su padre no pudo, y el otro más cercano a su triunfante tío.
    Pérez de la Fuente ha entendido muy bien la obra, la ha servido con talento, creando excelentes momentos dramáticos. Ha luchado, perdiendo la batalla, contra un José Sacristán sobreactuado, falso, como el figurón del viejo teatro, y su evidente falta de sinceridad le convierten casi en una caricatura que no conmueve. De modo que, en el plano de la interpretación, se desea continuamente la presencia de María Jesús Valdés, que incluso cuando permanece callada, al fondo, se lo come todo, a pesar de que la pareja sea dispar en demasiados aspectos. Anima también la escena José Caride –el hermano-, sólido y misterioso al mismo tiempo. El resto de los actores, irregulares, como si el director hubiera abandonado un poco la dirección, en este sentido, o como si cierto divismo se lo hubiera impedido.
Enrique Centeno

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