martes, 29 de noviembre de 2011

Perros en danza ***

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Autora: María Velasco.
Intérpretes: Marina Blanco, Jesús Gago, Carlos 
Martos, Elisabet Altube, Ángel Sánchez, Aarón 
Lobato, Sonia Vázquez.
Vestuario: Tomás P. Villa.
Escenografía e iluminación: Marta Cofrade.
Dirección: Pablo S. Garmacho.
Teatro: Cuarta Pared. (24.11.2001)
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 Cuadros de nuestra guerra

Quedan desnudos los pilares y las vigas de una incendiada iglesia. En el solar, sacos terreros, trincheras perdidas donde veremos a los muertos. Ya en una escena inicial, dos homosexuales que asquean a un guardia civil: lleva aún el uniforme de la legal España Republicana. Veremos también otros espacios, pero el más expresivo –escenografía  hermosa que ha hecho Marta Cofrade- es ese centro de una de las estampas de nuestra Guerra Civil.
En su obra, la joven autora María Velasco ha querido retroceder setenta y cinco años, para llegar a la tragedia del levantamiento militar: con su conciencia, o por relatos de algunos supervivientes. Son numerosas escenas, variados temas donde toca y cita infinitas situaciones. Son muertos asesinados, caídos, torturados o humillados.
Utiliza continuas citas, desde el conservado edicto del general Queipo de Llano, en sus voces por la radio de Sevilla, al también general Millán Astray, fundador de La Legión, cuyos soldados le obedecieron camino de la Península – “Cuando oigo la palabra cultura echo mano a la pistola”-. Y del filósofo Unamuno frente al levantamiento, al poeta García Lorca, asesinado a tiros –dice uno de los personajes que fue disparado en el culo por “rojo o maricón”-. Escucharemos a los actores –y grabaciones- la conocida canción lorquiana: “De los cuatro muleros/ que van al campo". (Quisiéramos indicarle a la autora que se trasladó la letra  como Los cuatro generales/ mamita mía / que se han alzado). Y escuchamos otras canciones o himnos de la guerra: anarquistas, comunistas, o de la Falange –se menciona  el nombre de su jefe fascista,  José Antonio Primo de Rivera- especialmente en los frentes.
Fotos de Julio Castro
Tres años son demasiado para representarlos en estas espléndidas escenas. Saltan de un sitio a otro, por pasajes o en conversaciones. Diálogos perfectos en los que Velasco juega entre el drama, la amargura y el cínico humor. Cortas escenas realistas con una dura danza de la jauría, Perros en danza, título que no terminamos de entender; es una idea que rompe la riqueza textual. Ahí se aísla, incorrectamente, el testimonio y la dramaturgia. Puede ser similar a los coros de la tragedia griega; de hecho, anda por ahí –consciente, o deseada- una mirada hacia Sófocles.
Hay momentos extraordinarios, como la ironía jocosa de los legionarios que bailan con las muchachas del lugar. Lo mismo ocurre cuando el actor Jesús Gago hace un formidable trabajo del transexual que, en una sala interpreta con mucha gracia un cuplé –“Fumando espero al hombre a quien yo quiero…”- entre la caderas y la procacidad seductora. Veremos luego, ya en la calle, los ataques falangistas rodeándole entre escupitajos; la autora también se ha referido –sin citarlo- a las palizas del genial Antonio Molina. Son muchas cosas que recuerdan y, sobre todo, cuentan lo que se ignora. Puede citarse una colección de cuadros, y  lo más estremecedor de la tragedia de una aislada mujer –impresionante tensión que consigue Marina Blanco- matada bajo los fusiles sádicos.
Hemos mencionado a dos de los intérpretes, y es necesario aplaudir a todo el reparto. Seis en total, a veces en personajes duplicados y nada fáciles: Carlos Martos, Elisabet Altube, Ángel Sánchez, Aarón Lobato y Sonia Vázquez. Al espectáculo le da vida el director, Pablo S. Garnacho, que traslada los lugares, marca los cambios, y cuida muchísimo los ritmos.
Enrique Centeno

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Carmen ***

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Autor: Salvador Távora.
Intérpretes: Lalo Tejada, El Mistela, Ana Peña,
Nuria del Rocío, Crmen Vega, Marco Vargas,
Antonio Delgado, Amador Rojas, J. de la Puerta,
Manuel Berraquero, Joaquín Amaya.
Banda de cornetas y tambores Santísimo Cristo
de las Tres Caídas.
Compañía La Cuadra.
Dirección: Salvador Távora
Teatro: Albéniz. (12.10.97)
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"Carmen", la de Salvador Távora

Hay una mujer en este espectáculo, de nombre Lalo Tejada, que turba la mente y los sentimientos. Así es imposible hacer una nota crítica supuestamente objetiva. Es Carmen, la cigarrera, y su danza heterodoxia, sus movimientos y pasiones corporales, su poética obscenidad, su pecaminosa pureza, hace entender la leyenda de aquella andaluza de la historia y la memoria.
    Para empezar, es lo primero que Salvador Távora nos brinda: una diosa capaz de desencadenar la locura y la tragedia. Y para ello, monta una coreografía hermosa, provocativa y dulce, Que posiblemente llega al paroxismo total, en una escena cumbre, aquella en la que danza con y contra el bonito caballo, en cabriolas y mutuas, que simbolizan la seducción y el acto amoroso con su jineta.
    Esta Carmen lleva como subtítulo “Ópera andaluza de cornetas y tambores”. Su andalucismo es es más que evidente, con diversos cantes, con espectaculares bailes y toques. También está presente una gran banda de cornetas y tambores, y tales elementos los explota Távora con esa sensibilidad poética que busca, continuamente, la imagen conmovedora o emocionante, y que no repara tampoco en trucos para subrayar, acrecentar emociones, aunque sea a costa de aberraciones, como amplificar los micrófonos, los pateados (todos van con micrófonos), porque nuestro director adora los decibelios, el estruendo auditivo).
    Respecto al carácter de ópera, la cosa parece dudosa. En esta ocasión, La Cuadra prescinde de una sola palabra hablada, pero sus textos cantados son exclusivamente épicos, narrativos –una excepción al final, de carácter simbólico-, y más bien, el espectáculo podría encuadrarse en el género de la pura danza. Lo cual no tiene la menor importancia, desde luego, pero puede ser un camino que limite el el discurso ideológico, y eso sí marcaría un cambio en esta compañía, desde el mítico Quejío hasta el Picasso andaluz.
Enrique Centeno

Tres años **

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Autor: Juan Pastor, a partir de la obra de Chéjov.
Intérpretes: Raúl Fernández, María Pastor,
José Maya, José Bustos, Alicia González.
Iluminación: Pablo Jaenigke.
Escenografía: J. Pastor.
Dirección: Juan Pastor.
Teatro: La Guindalera (10.10.2011)
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Noticias de un cotilleo

El texto original de Chéjov ha sido adaptado y trasladado por Juan Pastor a los años 30. Son los Tres años de unas relaciones amorosas, su decepción y la ruptura. En la obra teatral se utiliza la tercera persona –literatura narrativa- que anticipa y amplía los momentos escénicos: incluso los propios personajes cortan con apartes, para ayudar a sus pensamientos. Hace gracia al público la novela que no se ha querido convertir del todo a la dramaturgia.
    En la parte más prolongada –el primero de aquellos años-, los personajes son cómicos exhibicionistas -lo hacen eficazmente- con ese estilo del hábil Vital Aza. Lo que nos preguntamos es qué interés tienen estos retratos.
    De la separación, el engaño o los perdidos amores. Podría ser una vulgar comedia comercial, pero el montaje lo salva apoyándose en la farsa. Son las ironías o tristezas de Chéjov en sus decenas de relatos. Aquí, este resultado lo recibimos poco más que con curiosidad. Es llamativo que el teatro de La Guindalera goce con el traslado de las escrituras al teatro. Les vimos, en otra ocasión, en la relación sentimental del autor ruso en Yalta, con el recuerdo emocionante de aquellos enamorados en un simple día, y de un triste y doloroso encuentro de ambos en la imposible y gélida Moscú. Nos quedamos allí.
    Una vez más, Juan Pastor hace un fuerte trabajo de actores, y aquí aparecen, además, intérpretes con los que ha trabajado con frecuencia en la sala de La Guindalera. Un equipo de actores de limpieza y talento. Es Julia un personaje engañador: de la aparente sencillez, de la aceptación del matrimonio por interés económico, de la frialdad o la infidelidad. Y lo crea con mucha riqueza la estupenda actriz María Pastor.
   El protagonista, Alejandro, hijo de un adinerado empresario, tras un esfuerzo vence su timidez para acercarse a Julia y declararle su amor. Y en esta jocosa escena pasará ella del rechazo a la inmediata aceptación: sin intención, Alejandro le ha hecho saber su posición económica. El propio público se va recociendo, cuando confiesa en monólogos sus sentimientos y felicidad: del resultado obtendrá la injusticia y burla. Quien lo hace es el espléndido actor, Raúl Fernández, con una gran interpretación –larga, rompiente-, llevando la alegría y el dolor con formidables escenas, desde la alegría al drama.
    El reparto, junto a los dos actores citados, clava todos sus personajes y las rupturas al público. El maduro Gregorio lo hace el veterano y estupendo actor José Maya, un sujeto gracioso que, entre sus supuestos afectos hacia Alejandro, le da continuos sablazos. Es también testigo de aquellos tres años, y nos lo va contando. También es perfecto el trabajo de José Bustos y de la actriz Alicia González, que representará muy bien a la perdedora mujer -Paulina-, inteligente y observadora.
    El trabajo de la dirección y la enorme calidad de los actores son lo que, verdaderamente, dan mérito y aplausos a Tres años.
Enrique Centeno

No son todos ruiseñores **

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Autor: Lope de Vega.
Dramaturgia de Yolanda Pallín.
Intérpretes: Fernando Sendino, Montse Díez, Lucía
Quintana, José Luis Patiño, Francisco Rojas, Antonio
Molero, Nuria Mencía.
Escenografía y vestuario: Tatiana Hernández.
Dirección: Eduardo Vasco.
Teatro: La Abadía. (29.4.2000)
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Un experimento perverso

Sabía mucho el vividor Lope de Vega, de enredos y amoríos; y los sabía plasmar en esa filigrana de versificación tan suya, tan fácil en apariencia –“en horas veinticuatro pasaron de las musas al teatro”-, y tan llena de ingenio, como en esta casi desconocida comedia que la compañía Noviembre ha rescatado y cuya versión ha hecho la autora Yolanda Pallín. Lo que queda hoy por encima de aquellas tramas -que se anticiparon en siglos al vodevil moderno-, son otras cosas, claro está, porque las boberías de la comedia de enredo se sostenían en una peculiar cultura y sociedad, ante unos públicos muy diferentes y ya lejanos.
    Lo anteriormente dicho, hace que podamos disfrutar con aquel género: su estética; su testimonio; su recreación temporal, nos procura el entretenimiento y hace volar la imaginación a otros mundos, a aquel pasado: alguien dijo que nada como el teatro sirve para conocer la historia de los pueblos, incluso más que los escritos de los historiadores. Yo creo que la actualización de un texto de este género carece de sentido, y que ilustrarlo con canciones de Sinatra, vestir a sus personajes en época actual, e incluso hacer un soneto a ritmo de rap, es someter a Lope a una confrontación perversa en sí misma. Lo cual, desde luego, no sucede cuando se hace con sus dramas o tragedias, del mismo modo que Shakespeare soporta bien el paso a nuestros días. No se trata de negar esa tentación, sino de discriminar qué obras se prestan, y cuáles no, a la traslación.
Porque situando No todo son ruiseñores en nuestros días queda ya, simplemente, el juego tonto del enredo, el vodevil tantas veces visto, y que se soporta, exclusivamente, por su gracia verbal, y no por ninguno de los recursos estéticos modernos que en este montaje se han incorporado. Es más, afirmamos que es un trabajo perverso en el sentido de que si se descontextualiza a Lope, cabe el peligro de equipararlo a Feydeau o a cualquier otro autor del vodevil moderno. Lo cual sería un disparate que, sin duda, no pretende esta compañía.
    Es excelente, por otra parte, prescindiendo de la equivocada idea del montaje. Queremos decir que ha dirigido muy bien Eduardo Vasco, con movimientos y ritmos escénicos sabios, aislando o conjuntando las escenas con maestría. Como también todos los intérpretes dan muestras, en su evidente disciplina y trabajo, de no poco talento. En esta ocasión son los dos personajes toscos a quienes el público espera aparecer: por el texto en sí, porque lo dicen bien la formidable actriz Nuria Mencía –arrasadora-, y el no menos brillante Antonio Molero. Citas que no impiden reconocer también el trabajo del resto, como el de Fernando Sendino –que necesita aún unas clases de verso-, Montse Díez, Lucía Quintana –fresca, desenvuelta-, José Luis Patiño y Francisco Rojas, quizá el más aplomado en el verso. De todos modos, y parafraseando al propio Lope en su famoso soneto, cuando la comedia concluye, puede decirse aquello de “fuese y no hubo nada”.
Enrique Centeno

Obedecedor ***

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 Autor: Juan Cabestany.
Intérpretes: Cote Soler, Carol Salvador, Fernando
Tejero, Guillermo Toledo, José Luis Alcobendas, Alberto
San Juan, Malena Alterio, Chiqui Fernández, Roberto
Álamo, Santiago Chávarri, Secundino de la Rosa, Pilar Castro.
Escenografía: Beatriz San Juan.
Música: Pedro San Juan.
Dirección: Amparo Valle.
Teatro Alfil. (25.2.2000)
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Jorge, el hombrecillo


A través de la biografía de un infeliz personaje –todos lo somos-, quiere mostrar el autor, Juan Cabestany, la situación a la que lleva a ser “miembro” de la sociedad; expresión que el protagonista utiliza como sueño o satisfacción de lo que, día a día, ha ido haciendo desde su infancia. Ser miembro de la sociedad es, por definición, obedecer ciegamente a los padres, estudiar, someterse a las extravagancias autoritarias familiares, y a las del ridículo y maniático profesor. Todo es una caricatura, claro está, porque el espectáculo está montado en clave de farsa humorística, como corresponde a una función de trasnoche –se representa a partir de las 12.30-, pero ello no impide hacer un repaso cruel sobre un mundo que, el espectador, siente la necesidad de dinamitar.
Juan Cabestany
     Este hombrecillo, Jorge, transita por diversas etapas de su vida siempre como un súbdito, sometido y manejado. Mueren sus padres, y presencia la corrupción de todos, desde el enterrador al indeseable policía; encuentra un humilde trabajo, y se le quiere explotar en negocios turbios, lo que provocarán su despido; y es víctima amorosa de una furcia, a la que se dedica con la mayor ingenuidad. Un retrato cruel, como se comprenderá, que sin embargo provoca la risotada por la gracia del texto, por la estética esperpéntica, y por la propia hipérbole que los actores -estupendos- hacen de esa fauna urbana. Todos ellos, naturalmente, también miembros de una sociedad que reconocemos y que, en el fondo, sabemos que se acepta.
    Familia, obligada educación, mundo laboral, amor, el sexo o la amistad: todo un recorrido plagado de frustraciones, es lo que amargamente nos cuenta Cabestany. La obra está bien escrita, estupendamente construida, aunque se le puede reprochar su excesiva duración: la última media hora repite clichés y llega a agotar al espectador. Por lo demás, el numeroso elenco –algo no habitual en este tipo de locales- realiza un trabajo basado, sobre todo, en la brillantez, en la capacidad de observación, imprescindible para llevar a cabo tantos retratos. Sin duda ha debido ayudar una excelente dirección de Amparo Valle, que engarza loas numerosas, escenas con talento, y que organiza bien el juego escénico. Estamos ante uno de esos espectáculos que podrán atraer al nuevo espectador, tanto por su tema como por su tratamiento y estética; y en ese sentido, resulta también reconfortante.
Enrique Centeno


Otras mujeres ***

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Autores: Félix Sabroso, Federico García Lorca,
Enrique Gallego, Antonia San Juan.
Interpretación y dirección: Antonia San Juan.
Teatro: Alfil. (28.6.2000)
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Las cosas que nos pasan

Antonia San Juan, que fascinó a todos en su personaje de La Agrado, en Todo sobre mi madre, del Doctor honoris causa Pedro Almodóvar, es, en sí misma, una contradicción y una paradoja desde el mismo momento en el que aparece en escena: su aspecto entre andrógino y hermafrodita; su estilo entre el cabaret y la confesión íntima; su mezcla entre la actriz y la exhibicionista; sus dotes de comunicadora y su escasa voz; su inteligencia evidente que sin embargo se sirve de textos ajenos. Antonia seduce, se hace entender en su permanente vuelta de tuerca al mundo cotidiano, que desentraña a través de trece monólogos elegidos por Félix Sabroso, Enrique Gallego, y una antología de refranes que ella misma ha engarzado con habilidad. También un monólogo de Doña Rosita la soltera, de Lorca: un ejercicio de estilo, un desafío de esos que se recomiendan incluso como prueba para que una actriz demuestre su talento, lo cual hace cumplidamente esta actriz.
    Mira Antonia San Juan desde el centro del escenario, apenas sin dominio del espacio, como mujer acostumbrada a la actuación cercana, la del café teatro en el que se ha formado, pero su mirada va casi de espectador en espectador, como queriendo explicarse. Explicar a la mujer murciana, a la madre de hija incomprensible e imposible, a la egocéntrica o a la falsa e hipócrita que cada día nos asalta. Uno de los monólogos, escrito por Félix Sabroso, se llama La mujer sola, y nos recordó al del mismo título, mil veces representado, escrito por Franca Rame y Dario Fo, que nos hizo ver lo viejo de los dos queridos autores italianos al lado de estos textos que presentan conflictos de ahora mismo,
humor de hoy, reivindicaciones, amarguras y risas que pertenecen no tanto al ámbito de las ideologías sino a la vida cotidiana. Es ese conflicto del día a día, ese jirón de rebeldía y de desconcierto, lo que aporta este espectáculo lleno de frescura, de inteligencia. Lo que hace Antonia San Juan es contarnos lo que nos pasa, burlándose de ello pero mostrándolo tras el azogue de un espejo tan cruel como sarcástico, tan risueño como triste. Este espectácuo del Alfil se llama Las otras mujeres: yo creo que ya no son “otras”, que esos personajes nos rodean en un censo cada vez más creciente; que su poética, su superioridad, sus contradicciones y su manera de mirar al mundo son una esperanza de que algo puede cambiar. Y, en ese sentido, la obra, divertida y disparatada, es mucho más innovadora, incluso revolucionaria, que lo que su ropaje frívolo pueda aparentar.
Enrique Centeno

¿Qué hacemos con el chico? **

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Autor: Rafael Mendizábal.
Intérpretes: Manolo Codeso, Milagros Ponti, Marisol
Ayuso, Lorenzo Valverde, Emilio Morales, Marisol Atarés.
Escenografía: R. Villespín.
Vestuario: Grupo C.V.
Dirección: Manolo Codeso.
Teatro: Arlequín. (18.5.2000)
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El otro teatro
En realidad, esta obra, bajo otro título, De cómo Antoñito López, natural de Játiva, subió a los cielos, se estrenó hace diez años. Es un texto que su autor, Rafael Mendizábal, no debió nunca escribir y que, sin embargo, ahora repone con otro reparto y algunas leves modificaciones que no consiguen, naturalmente, remediar nada. Es Mendizábal comediógrafo de una fecundidad poco común, dotado también de unas especiales dotes para estrenar en nuestros teatros. Me atrevería a decir que es el nuevo Alfonso Paso de teatro burgués derechón y risueño. Como aquel pervertidor de la escena española de los años cincuenta y sesenta, Mendizábal reivindica esa especie de comedia a medio camino entre el sainete, la tradición populista ya casi inexistente, y los valores familiares y religiosos, obsoletos, que mezcla, en esta obra, con actuaciones heredadas de la revista y de la vieja comedia costumbrista.

Manolo Codeso
    No siempre lo hace así, todo hay que decirlo. Algunas de sus obras, como ¿Le gusta Shubert?, que fue su último estreno en Madrid, poseen una factura firme, un contenido más o menos polémico, una valentía al afrontar ciertos temas (la eutanasia). Como lo hizo en Mala yerba, que es, además, anterior a ésta que hoy comentamos. 
     En esta obra, Mendizábal inventa a un matrimonio esclerótico, que se supone de hoy pero que pertenece a la rancia cultura familiar del patriarcado y la sumisión, con la indefensa criada incluida e hijo tonto y sumiso. Es éste, el hijo, el que crea el conflicto cómico, porque resulta que se le aparece la Virgen y casi vive con ella en su habitación, ante el asombro y la incredulidad de todos.

Milagros Ponti
    La disparatada ocurrencia sólo tiene una salida para su escenificación, que sería el esperpento duro y puro, pero ni en su estreno de hace diez años, ni ahora, se ha conseguido ese género. En esta ocasión, el camino de la dirección –o supuesta dirección, de Manolo Codeso- se inclina, como es natural, hacia el camino de la revista, del sainete dislocado, y ello produce un efecto perverso hacia el texto: ese marido, esa esposa, la criada y los demás personajes accesorios, resultan mirados con el típico desprecio del astracán antiguo que incluso llega a molestar por sus esquemas reaccionarios.
    En el paisaje de antigüedades se mueven los actores, haciendo aspavientos, oponiendo sus orondos físicos -Milagros Ponti- a las menudencias de sus antagonistas –Manolo Codeso- o con burdas imitaciones andalucistas –Marisol Ayuso, tópica pero muy eficaz- o desdichados personajes secundarios de lamentables artes. En su día titulamos la crítica de este espectáculo en el mismo periódico –hace diez años, insistimos- como “El otro teatro”. Hoy hemos querido hacerlo de la misma forma. Y es probable que ese otro teatro, que se empeña en subsistir, continúe siendo el virus que impide el acercamiento de nuevos públicos a nuestras salas, que es la asignatura pendiente de nuestros escenarios.
Enrique Centeno

Pamplinas y Cía. ***

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Guión: E. Goyanes, García de Águia,
B. Lehn, E. Sánchez.
Intérpretes: Tomás López, Carlos Domingo,
Alejandro Bustamante (piano).
Dirección: Buster Slastik.
Teatro: Pradillo. (5.7.2000)
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En un viejo barracón

Los llamados Veranos de la Villa del ayuntamiento madrileño hace años que no incluyen teatro, si exceptuamos el espectáculo que suele presentarse en la Muralla Árabe. Lo que hace, en cambio, es absorber cuantos montajes hay en la capital y, mediante una minúscula aportación económica, incluirlos en “su programación”. Otras veces añade a su presunto verano teatral obras que llevan ya meses en cartel. Dentro de esta política cultural, que reviste caracteres de verdadero escándalo, suma el Ayuntamiento los espectáculos de las salas alternativas, cuya precariedad las induce a aceptar el dudoso pacto. Lo cual se aclara, para que nadie pueda pensar que la corporación municipal influye lo más mínimo en los títulos teatrales de los Veranos de la Villa.
  Pamplinas y Cía, la función que acaba de estrenarse en el teatro Pradillo, es un divertido juego que se asemeja a las viejas barracas de feria, con sus proyecciones cinematográficas de cine mudo. El título alude a Harold Lloyd, ese impertérrito maestro del vértigo y de la comicidad inexpresiva, al que se apodó en España como Pamplinas. Se proyectan excelentes fragmentos de sus películas, como se hace también con Charles Chaplin (otro al que se le puso mote en España: Charlot, que en realidad se refería a un torero bufo con ese nombre que imitaba los gestos del genio; al diccionario ha pasado incluso el vocablo “charlotada”). Entre las entrañables secuencias, en 16 mm., ilustradas muy bien por el pianista Alejandro Bustamante, y los dos actores que, además, aportan los “efectos especiales” a las hilarantes historias, intervieniendo con diversos números. Vaya por delante que su trabajo es aceptable. Y vaya por detrás que, ante el genio de aquellos maestros del cine mudo, cualquier cosa que se pretenda hacer en el escenario, queda minúscula.
    De manera que, aun aceptando a los actores como maestros de ceremonia o entremesistas del espectáculo, lo que verdaderamente se nutre es del viejo celuloide. Una antología muy bien hecha, en la que no faltan, además de los citados, otras estrellas de viejo cine cómico, como Buster Keaton, Stan Laurel y Oliver Hardy (otro mote aquí: el Gordo y el Flaco), además de algunos menos conocidos pero igualmente geniales, que no supieron resistir el advenimiento de cine sonoro, y quedaron prácticamente en el olvido. Un recuerdo desde los orígenes, como la evocación en imagen de Méliês y su Viaje a la luna, de 1896, hasta el Chaplin más maduro, el de Candilejas, pasando por gozosas escenas de El chico o El gran dictador. El espectáculo, una especie de primitivo multimedia, proporciona una hora y media de entrañable y lúcido humor
Enrique Centeno

Pato a la naranja **

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Autores: William Douglas-Home y M. Gilbert Sauvajon.
Versión de J.J. de Arteche.
Intérpretes: Isabel Gaudí,
Tomás Gayo, Charo Soriano, Arantxa del Sol, Julio Escalada.
Escenografía: Anselmo Gervolés.Dirección: T. Gayo, J. Escalada.
Teatro: Real Cinema. (28 7.2000)
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Aquellas comedias de antes

Hace unos veinte años, la comedia era ya famosa y la paseaba Arturo Fernández con mucho éxito. El crítico, que aún no ejercía como tal, sintió curiosidad, y se coló un díaen una representación; aguantó unos veinte minutos, antes de ganar la salida, pensando que lo que allí se contaba nada tenía que ver con la realidad, y que el retrato de esas relaciones y reacciones estaba a años luzya del mundo que le rodeaba. Como en esta ocasión, la repone una compañía relativamente joven, hemosacudido con la idéntica curiosidad por saber qué pasaría en el estreno de esta noche en en Teatro Real Cinema.Pato a la naranja ha querido ser situada en nuestros días, en los que sus personajes se suponen de hoy: un lenguaje algo más abierto –no mucho: es una obra para la burguesía-, con términos actuales –no todos: ya no hacen falta los calificados “culpables” para que se conceda el divorcio- y rico diseño de modernidad en decorado y vestuario. Por lo demás, la función sigue siendo la misma. Un clásico de la comedia que, de tanto haber sido imitada, ya se ha vuelto una copia de ella misma. Lo peor -ya queda dicho-, es que no habla de nuestras cosas, de lo que de verdad pasa a nuestro alrededor, sino de lo que podía haber pasado en cierta sociedad británica de hace casi treinta añosNo lo hace mal la compañía. Son todos veteranos jóvenes, unos de las tablas, y alguna del plató, la pasarela o las fotos para la prensa rosa. A mí quien de verdad me gusta es Charo Soriano, claro está: es la actriz segura, de recursos, certera en sus intervenciones (hace de Martirio, la criada); todos los demás están eficaces, con las limitaciones que ya conocemos en cada uno de ellos (Tomás Gayo blandito, Julio Escalada esquemático; mejor Isabel Gaudí; ah: ella, la modelo, la famosilla Arantxa del Sol está bien: queremos decir que sabe estar, hablar, que tiene soltura, porque, de lo demás, no hace falta contar a nadie cómo está).La percepción no es unívoca, pero nos dio la impresión de estar ante un dudoso éxito, un bombazo de humor en el que se soltaran tantas carcajadas a los intérpretes, a tenor de ciertas pausas o mutis muy pensados para esperar las risas. Se aplaudió, ciertamente. En un estreno de los de hoy, eso es poquísimo.
Enrique Centeno

jueves, 17 de noviembre de 2011

Los emigrados ***

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Autor: Slawomir Mrozek.
Traducción y versión de Jaroslaw Bielski
Intérpretes: Jaroslaw Bielski, Frank Feys.
Iluminación: Ana Coca.
Vestuario: Rosa García Andújar.
Escenografía: Gabriel Carrascal.
Dirección: Socorro Anados, Jaroslaw Bielski.
Teatro: Réplica. (3.10.2011)
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Aquí, entre nosotros

Se conoció en España el teatro del polaco Slawomir Mrozek (1930) en los años sesenta, cuando fue representada En alta mar, obra breve que solía unirse a Strip-Tease. Era una obra que sorprendió y entusiasmó: fue montada por todas partes –no en el teatro comercial- ofreciendo el fuerte humor que atacaba al poder. Un argumento en el que tres náufragos, sobre una balsa, decidieron comerse al más bajito de ellos. Era un juego del absurdo, en esta ocasión un directo teatro político: los poderosos contra los abandonados. Mrozek, después aparece poco entre nosotros.
    Y es que los personajes de Los emigrados, que ha montado la compañía Réplika, representan un auténtico realismo, también con esa ironía hasta el humor: no se trata de que Mrozek quiera divertir, sino mostrar la injusta sociedad hacia los inmigrantes, con un procedimiento tan político como teatralmente atractivo. El conocido director también polaco, Jaroslaw Bielski -asentado en Madrid- la ha traducido y adaptado -reconocemos algunos añadidos y términos muy bien elegidos-. Un tema tan cercano y trágico. Son los inmigrantes, unos sin papeles, y otros muchos que sí los poseen; pero en la miseria. Vinieron aquí para ocupar puestos de trabajo: iban a los ladrillos y resultó que los negociantes los abandonaron. No es posible evitar esta referencia, a pesar de que está a la vista. Aquí ya no hay nada del teatro absurdo.
    En un caliente sótano, con los tubos de la calefacción del edificio, habitan estos dos inmigrantes a quienes podemos ver por el sucio tragaluz o con una tímida bombilla. Es una estupenda escenografía -Gabriel Carrascal- donde se utilizará una vieja mesa y las dos camas. El denominado AA habla ya perfectamente el castellano; no sabemos bien si es un oculto exiliado de sólida formación y con las suficientes necesidades cubiertas. Y el otro extranjero, XX, procederá de un mundo extraño: habla torpemente, es ignorante e incapaz de leer nuestras letras.
    AA, el culto, lo interpreta Bielski con su habitual conocimiento. Encorbatado y cuidadoso -esa corbata pudo convertirse en una soga de ahorcamiento, con sus burlas–, con cierto afecto hacia el inocente XX. Desde su entrada, le adivinamos con su pretendido traje de los domingos, para pasear y observar. Sus torpes fantasías sobre lo que ha estado viendo, provoca enseguida un humor (algo burlesco). Gran parte de la función compone un emparejamiento cercano al Clown y el Augusto; provocan carcajadas en ese juego circense. No hemos visto nunca al actor Frank Feys, que muestra un talento extraordinario para crear a este sencillo  XX.
    Este soñador XX había ido guardando, billete a billete, los ahorros de su duro trabajo pirata, para regresar a su origen. Desde su supuesta sumisión, comenzó a reaccionar, a defenderse y oponerse a las ofensas. Es ello, en realidad, el centro dramático de Los emigrados. De la reflexión a la rebelión, y la perdición de ambos. Esta larga parte, tensa y creciente, es lo que más nos interesa. El salvamento de la injusticia: este circo ya es la visión política de Slawomir Mrozek. La obra la escribió hace más de 30 años, y es hoy cuando nos llega realmente a casa.
    Es un montaje lleno de talento y de calidad. Lo único que puede ocurrir es que, en su muy larga duración, hay momentos en los que se frena la acción, un cierto agotamiento dramático. Son como puntos suspensivos del que, inmediatamente, con un gran mérito, pasa al punto y aparte para reiniciar el drama. Lo evitaría, sin duda, con la división en dos actos, pero ya sabemos que nunca desea nadie el intermedio. Es, en todo caso, una obra necesaria y agradecida.
Enrique Centeno

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Purgatorio ***

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Autor: Ariel Dorfman.
Intérpretes: Carme Elias, Viggo Mortensen.
Vestuario: Rosa García Andújar.
luminación: Ignasi Camprodo.
Dirección: Josep Maria Mestres.
Teatro: El Matadero. (4.11.2011)
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El odio y el perdón
Es ya muy cerca del final, cuando comprendemos que no estamos ante un Sanatorio Psicológico del Purgatorio. En su impoluta consulta, un clásico Doctor -bata blanca-, bloc en mano, comenzará a preguntar a la obligada paciente. Va tomando notas durante un interrogatorio continuo, cada vez más exigente, violento y acusador. Percusión, tecla a tecla, hasta alcanzar el máximo tono de la tensión. Es el método –lo veremos sucesivamente- utilizado para la confesión de los errores o los pecados de odio. Quien lo soporta, va defendiéndose y relatando sus vidas interiores. Después, comenzará lo inesperado.
    Ariel Dorfman siempre escribe su teatro casi únicamente textual. Más aún: en escenarios cerrados. Es un autor que siempre enriquece el lenguaje: sus ritmos, los crecimientos, su riqueza literaria. Y quizá lo más difícil: conseguir mantener a dos únicos personajes. En la primera escena mencionada, ella –no se pronuncia ningún nombre, ni siquiera a los individuos de referencia- terminará vencida a pesar de su defensa. ¿Es verdad que mantiene aún su ira? ¿Quizá justificando sus salvajadas? Es él quien quizá busca la venganza, el odio y la crueldad mental.
 Aquí no hay ventanas, ni un aire lejos de las paredes. Una A puerta cerrada (Sartre), pero vigilada: el público lo contempla muy cerca, alrededor de los tres lados del escenario. Bien orgulloso debe de estar Dorfman al contar con este equipo. Y es que aquí está Elias, una de las grandes actrices de nuestro teatro; la tenía tan cerca, que esta vez me volvía a quedar estupefacto. El conocido actor de cine, Viggo Mortensen, hace un trabajo magnífico desde el momento en que finge ser el psicólogo. Posee una cálida voz y una riqueza de procedimientos: su leguaje argentino lo aprovecha, más todavía, en ese falso personaje, al igual que en los posteriores.
    El autor nos hace esperar para dar la vuelta: los hace salir por la inmóvil entrada y, apenas en unos momentos, aparecerá Elias transformada en doctora psicóloga, junto al acordado paciente de Mortensen. Será ya ella quien portará los guantes de lucha mental; dura, golpe tras golpe, en las preguntas sobre sus injusticias, su belicismo invasor. Hasta agotarle; acorralado y rendido, agachado ya contra la pared. No terminará aquí la batalla, repitiéndose el cambio de papeles, como se había convenido, con esta especie de Medea que confiesa el asesinato de sus dos hijos.
    Era, en realidad, una pareja que buscaba su recuperación. Dorfman quiere perdonar, con un Purgatorio de pecados, las dictaduras, los crímenes, tanto en sus tierras como en las Centroeuropeas. No lo hizo en su teatro social anterior; y ahora, como sentimental, prefiere el perdón, conseguir la rehabilitación, absolución y reconciliación. Nos gustaría ver esta obra en su Chile y Argentina, o en Bosnia y Serbia.
    Apasionante texto que ha dirigido Josep Maria Mestres magistralmente, para conseguir la pasión durante más de una hora y media de este cara a cara.
Enrique Centeno

Pervertimento **

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Autor: José Sanchis Sinisterra.
Intérpretes: Adela Fernández, Elena López-Nieto,
Inma Romero, Lorena de Simón, Tirma Velasco,
Enrique Santos (piano).
Dirección: Juan M. Gómez
Teatro: Las Aguas. (27.7.2000)
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Ejercicios de estilo

Sanchis Sinisterra es autor muy dedicado a la enseñanza, en talleres de teatro, donde propone ejercicios en los que, a partir de una idea, se desarrolle la dramaturgia final. Con este procedimiento, ha elaborado un innumerable repertorio de piezas cortas, monólogos o diálogos, con no más de dos personajes. Algunos están recogidos, precisamente, en una compilación que lleva el título de Breverías. El espectáculo que acabamos de ver se titula Pervertimiento, y es una especie de ejercicios de estilo, muy recurrente para salas de pequeño formato, como este Teatro de Las Aguas donde ahora se representa.
José Sanchis Sinisterra

    Otra debilidad del autor es el metateatro: la escena como argumento, como tema en sí mismo. Lo hizo desde su primer éxito, Ñaque, lo continuó con ¡Ay, Carmela!, y después con otra obra magistral, El cerco de Leningrado. Estos “pervertimientos” son, naturalmente, más modestos. Una monologuista que habla y habla para no decir nada; una profesora de teatro que ensaya pero no hay nada que llevar a escena; una actriz que nos cuenta cosas de ella misma y que no quiere irse del escenario porque allí está su personaje, su vida... Hay un punto en común en la media docena de cuadros: una especie de dadaísmo, un juego lenguajes de una inmisericorde incontinencia verbal –impresionante- en la que, sin embargo, nunca se dice algo, jamás se entiende a dónde se va a parar, qué es lo que ocurre. Hasta que el espectador se da cuenta de que lo vacío, absolutamente lo vacío, sucede en cada una de las escenas. A eso nos referimos al hablar de un ejercicio de estilo, o una práctica actoral.
   Quienes hacen el espectáculo son cinco actrices jovencísimas, apoyados por un excelente pianista que interviene, levemente, en lo que llamaríamos la acción, si la hubiera. Se comportan como en una clase, un taller de aprendizaje.
    Se dirigen al público con desparpajo y transmiten un natural entusiasmo. Probablemente, la mayor dificultad para ellas es construir personajes en las piruetas de aire, con pocos recursos dramáticos. Y lo consiguen bien. No queremos decir que sea un trabajo fuera de serie, ni mucho menos, porque a todas ellas les queda un largo camino todavía. Pero hay talento, ganas, entusiasmo y facultades, en estas actrices, a las que ha dirigido, también con talento incipiente, Juan M. Gómez. Quizá, estos ejercicios han capacitado a todos ellos, para acometer alguna empresa de más vuelos.
Enrique Centeno

sábado, 5 de noviembre de 2011

Perséfone ***

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Guión: Jaume Bernardet, Joan Font, Miguel
Ibáñez Monroy, Joan B. G. Seguí.
Idea y creación: Els Comediants.
Intérpretes: Àngels Gonyalons, Joan LLordella,
Laia Oliversa, Laia Piró, Marc Pujol.
Música: Ramón Calduch.
Letras de David Pinto, Ramón Calduch.
Iluminación: Albert Faura.
Imágenes y vídeo: Bamzai Studio.
Dirección: Joan Font.
Teatro: María Guerrero (CDN). (1.1.2001)
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De la risa al funeral
A la deidad Perséfone, hija de Zeus, le expulsaron de sus felices campos florecidos. Es la primera escena mitológica del montaje: esta joven doncella –vestida como en un cuento- desterrada al mundo de las tinieblas. Els Comediants sitúa ese prado idílico con imágenes de rosas o lirios. Y es este procedimiento audiovisual, realizado con perfección y riqueza, lo que ayuda muchísimo al espectáculo. Se ha diseñado una escenografía –Jordi Bulbena aparece como director de arte- cuyos altos paneles, movibles y unidos para formar una pared de pantalla, van transformando las distintas etapas de la historia. También con un magnífico vestuario de farsas y máscaras.
    La falsedad y la burla de los llantos, en el entierro y ante el ataúd, son la señal del humor, que irá apareciendo entre la condenación y la expiración en siniestros momentos, hasta llegar a la fiesta de los muertos.
    Tras su primer mutis, aparecerá la transformada Perséfone, con su vestido rojo y su corona real. Es Àngels Conyalons, actriz bien conocida en su talento, igualmente como bailarina y cantante, quien tira de la función entre sus voces. Son piezas musicales a veces cercanas al cabaret alemán, al teatro musical, donde aparecen tonos y estilos sometidos a los de Kurt Weil. Músicas que ha compuesto Ramón Calduch, con los textos junto a David Pintó. Suponemos que son versos traducidos del catalán, porque los forzados cómputos son de escasa calidad.
    Estas Variaciones mortales -así se subtitula- lo califica Els Comediants como un musical. No es así. Es la estética y la coreografía. Los momentos musicales, separados o acompañando a las acciones.  Las interpreta el propio compositor sin orquesta y se escuchan las músicas grabadas para las canciones. Pero, tal como se esperaba, es un magnífico espectáculo, lleno de vida detrás del escenario, y ante nosotros los oratorios y los murientes. (Lo estrenaron, precisamente, ese día Uno de Noviembre). Son danzas medievales en procesión de calaveras y esqueletos, o las sombras del barquero cruzando el río hacia la orilla de la muerte. Efectos de vivas coreografías y con excelentes intérpretes: Jordi Llordella, Laia Oliveras, Laia iró y Marc Pujol. Todo crece a las órdenes, naturalmente, de Joan Font.
    No es lo mejor que hemos visto a Els Comediants, compañía que, afortunadamente, ha venido a Madrid después de varios años.
Enrique Centeno