domingo, 31 de julio de 2011

Orígenes **

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Texto y dramaturgia: Gorsy Edú.
Intérpretes: Recaredo Silebó Boturu, Octavio A. Ondo, Reginaldo
Michá Ndong, Elena Iyanga, Julio Diosdado León Liso, Norberto  Brigol
 Menejal (Bob), Narciso Echuaca, Exuperancia Bindang Nguere,
Mónica León Liso, Raimundo Bernabé Nnandong (Ruso), Veneranda
Ayetebe Esogo, Salustiana Ayecaba Asumu, Antonina Upule Bueneque,
Rosendo Gabriel Obun Bikuy, Mª Reyes Mangue Mba, Josefina Monabang Manga,
Armengol Mba Mba, Alejandro Nzogo Sima (Alex), Antonio Nguema Ondo, Francisco
Ncogo Eyene, Jesús Daniel Asumu Osa (Yordi), Virgilio Masongo
Epengo (Brice), Mª Carmen Binsiongo Mambo y Yolanda Anguesomo.
Con la colaboración especial de Gorsy Edú, Yolanda Eyama y José Luis Djebol.
Dirección: Santiago Sánchez.
Teatro: El Matadero. (28.7.2011)
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La muerte es lo mismo que la vida en el animismo del pueblo africano. Un cenital nos ha mostrado a un hombre fallecido. Inmediatamente desaparece, y entra en el escenario una danza luminosa formada por más de veinte intérpretes, con ritmos de percusiones y con vestuarios que marcan la común estética de los espectáculos africanos. Ellos representan un mundo lejano de Guinea Ecuatorial. (“Guinea Española”, como colonia).
    Recuerdan el mundo tribal, y entre danzas y pasajes van apareciendo los sentimientos, las creencias religiosas y los peculiares amores. El muerto no está muerto: está en el cuerpo, entre los árboles, el agua, las casas, el aire o entre nosotros mismos. 
   Escucharemos relatos legendarios, poéticos y sencillos, casi inocentes como
cuentos infantiles; siempre en una torpe lengua castellana. Y se representa en escenas la historia de una pareja que se uniría en matrimonio, a pesar de pertenecer a distintos pueblos, cercanos, siendo posible conseguirlo. Sus vidas, y sus futuros hijos –con discusiones triviales sobre la divertida dote-, deseando la prolijidad de sus poblados. La representación seduce al público, entre sonrisas y disimuladas burlas, sobre un pasado primitivo. Los intérpretes, entre textos y danzas, muestran una gran satisfacción, un gozo que les abre siempre a la alegría. Todos salimos contentos, porque fueron felices y comieron perdices.    Es un espectáculo de coreografía, ritmos y gestos de placer. La compañía L’O’m-Imprebís monta este espectáculo con el incierto titulo Orígenes, y busca la diversión. Durante la función, escuchamos a los personajes, refiriéndose a su Guinea Ecuatorial. Son momentos chocantes al ocuparse de la juerga como testimonio de la antigüedad. Hoy, momentos en los que el centro de África está sufriendo la hambruna y la tiranía, incluyendo al Gobierno de ese país. El mundo ha causado en el teatro la reflexión y la denuncia (Negro, de Julio Salvatiero; Wadadú, de José Ortega, entre otros) sobre violaciones, encarcelamientos y asesinatos de la dictadura (Amnistía Internacional interviene continuamente hacia la propia Guinea Ecuatoriana). Hoy no nos hace mucha gracia este espectáculo, montando con artistas guineanos.
Enrique Centeno





viernes, 29 de julio de 2011

Las señoritas de Aviñón ***

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Autor: Jaime Salom.
Intérpretes: María Asquerino,
Carlota Alonso, Beatriz Rico, Yolanda Ulloa, Bárbara Lluch,
Fran Sariego, Montse Cot.
Escenografía: Wolfgang Burmann.
Figurines: Javier Artiñano.
Dirección: Ángel Fernandez Montesinos.
Teatro: Príncipe Gran Vía. (15.3.2001)
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El teatro que queremos


Con Las señoritas de Avignon produjo Picasso, en 1907, una de las grandes conmociones de la historia de la pintura contemporánea. Su sofisticado título, como se sabe, responde en realidad al de las meretrices de un burdel que el pintor frecuentaba en la barcelonesa calle de Avignon. El autor Jaime Salom, que ya ha tenido otras debilidades hacia los pintores (recuérdese su excelente Casi una diosa, a propósito del extravagante Dalí), ha mirado el cuadro y se ha preguntado por esas cinco mujeres del lienzo. O sea, a quién pudieron pertenecer esos rostros, esas caderas, ese pubis, esos cuerpos desnudos que él veía en sus correrías entre la bohemia y la golfería. El asunto, ya se comprenderá, atrapa desde su propio planteamiento.
    Hay un recurso, siempre eficaz en el teatro, que consiste en el recuerdo, en el tiempo que va y viene, y que aparece ante el espectador de forma inmisericorde. Salom lo aprovecha doblemente: primero, porque nos traslada al tiempo de Picasso y sus andanzas por aquel prostíbulo; después, porque son las mismas protagonistas del cuadro quienes rememoran, años después, todo lo ocurrido en aquel lenocinio de viejos terciopelos. Jaime Salom juega con el tiempo y se aprovecha de él para contarnos lo que pudo suceder, lo que sucedía en realidad –la guerra de Cuba, la Semana Trágica, la frustración cultural, el desamparo de la mujer y muchas más cosas- y construir una historia dramáticamente conmovedora. Organiza escenas de arriesgados y acertados diálogos y va haciendo el retrato, uno a uno, de aquellas señoritas. Desde la madame a su hija, separada del colegio a los quince años; de las dos hermanas, una enamoradiza del propio Picasso, y otra de tendencias lésbicas; de la brutota y realista a la amargada y trágica que terminará en final fatal.
   En esta fantasía sobre el gran cuadro, hay en el pintor una instrospección sobre el mundo de la mujer, verdaderamente sorprendente, sabio, conmovedor, aunque ya sabemos que estos personajes no son los del cuadro. O quizá sí, quién sabe. También retrata el autor a Pablo, el joven atribulado, inquieto, sediento de sexo y de amor, de viajar a París, de intentar hacer que sus ojos miren de una manera diferente a lo que se entiende por realidad.
     Las señoritas de Aviñón es obra de autor que recupera un teatro que ya aparece, por desgracia, pocas veces en nuestros escenarios. Ambiciosa, de perfecta construcción, densa en sus conceptos y lúdica en sus formas, alejada de la liviana escena que suele triunfar entre nosotros y digna de uno de nuestros mejores autores. Se ha montado con preciosa escenografía y magnífico vestuario y con un excelente reparto en el que destaca, sobre todo, una María Asquerino arrolladora, llena de talento, de humanidad y de gracia dentro de la escuela de esos cómicos nuestros que tanto se echan de menos. Para ella fueron, sobre todo, las ovaciones de un público entregado la noche del estreno. La función la ha dirigido muy bien Ángel Fernández Montesinos, más certero en los pasajes de comedia que en los dramáticos, y todo posee ese sello del teatro de siempre, de la escena sabia, de las tablas en las que se comunica algo más que un juego. Se dice a veces que el crítico debería servir para corregir o apostillar. Pues bien, la primera escena precisa de una urgente corrección en cuanto al gestus colectivo y el ritmo actoral, y la última, que ha sido modificada respecto al original que conocemos, entra en un edulcoramiento innecesario. Hablaron desde la escena, la noche del estreno, el autor, la actriz protagonista y el director. Cualquiera hubiésemos querido intervenir para decir que éste es el teatro que queremos.
Enrique Centeno

Les pensionnaires ***

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Autores y dirección: Jérôme Deschamps
y Macha Makeieff.
Intérpretes: Jean-Marc Bihour, Philippe Duquesne,
Yolanda Moreau, Christine Pignet, Yves Robin, Olivier Saladin.
Música: Philippe Roueche.
Teatro:  Madrid. (9.11.2001)
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Locos autómatas

Nadie puede salir de este espacio geométrico, de colores parchís, donde un grupo de hombres y de mujeres se mueven como fichas en un extraño tablero surrealista. No vaya a pensarse por ello que tiene el asunto algo que ver con El discreto encanto de la burguesía, de Buñuel, porque estos personajes son una especie de autómatas alucinados en un paisaje en el que todo parece moverse de forma mecánica y donde el humor es primario, eficaz, aparentemente superficial al modo, digamos, de lo que suelen hacer los actores de Tricicle.
    No se sabe por qué están ahí, controlados y sometidos por un tipo divertidísimo que habita en un extraño chiscón-despacho, porque lo mismo puede ser una residencia –a eso alude el título, Los pensionistas-, un balneario o un frenopático. Seres alocados, que cantan o bailan, que se expresan con medias frases, y que desconocen cualquier tipo de complejo para burlarse de ellos mismos. La representación, que dura una hora y tres cuartos, está ya entendido y agotado a los treinta minutos. Queremos decir que cansa un poco, a pesar de la sorpresa final, tan espectacular, como es el previsto derrumbamiento del extraño habitáculo, la entrada de la luz exterior, y el creciente desconcierto de todos.
    El mayor valor de este montaje es, sin duda, el estupendo trabajo de los intérpretes, de una frescura y preparación extraordinarias. Suena todo como si ya lo hubiéramos visto más veces, pero es esa técnica de la perfección lo que hizo que se ganaran al público la noche del estreno.
Enrique Centeno

Loco *

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Espectáculo creado e interpretado por Moncho Borrajo
Escenografía: Gerardo Trotti.
Teatro: Reina Victoria. (4.10.2000)
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Un obseso en el frenopático

Quizá lo que diferencia este espectáculo de los anteriores que conocemos de Moncho Borrajo es que el show está montado alrededor de un único personaje, hilo conductor de todo cuanto el cómico voceará con una amplificación ensordecedora. Puede que este detalle, el de los decibelios desmesurados, forme parte del tono prepotente, insultante a veces, que muestra hacia el público, tanto desde el escenario como cuando baja al patio de butacas para hacer subir a los espectadores a escena (“vaya tetas que tienes, hija”, “tienes cara de aburrido, debes follar fatal”, y cosas por el estilo).
        El personaje que se monta este peculiar cómico es el de un interno de un manicomio. Es homosexual, circunstancia que repite insistentemente bromeando con los tópicos más conocidos. Aunque, desde luego, la invención de un personaje no le hace abandonar ese ego permanente que le caracteriza: en sus discursos, es su propio nombre lo que más se escucha, porque Moncho Borrajo es de esos showman que creen –y no es el único- que es su pensamiento o su propia vida, que debe interesar más que cualquier historia imaginada.
    Lo que en esta ocasión nos quiere transmitir gira, casi exclusivamente, alrededor de la consabida tetralogía escatológica que él mismo anuncia: “caca, culo, pedo, pis”. Y, desde este frenopático en el que se encuentra, recuerda, parodia, se burla o añora anécdotas o retratos basados en las formas y modos de estas funciones fisiológicas. La verdad es que termina uno hasta el culo –permítasenos, para ponernos a su altura- de tanto excremento, tanta orina, tanto pedo cuya presunta gracia apenas asoma en media docena de ocasiones.
   En realidad hay alguna cosa más en el espectáculo: la caricatura regionalista inevitable –como caga o se pede el catalán, el vasco o e aragonés; cómo son los “maricones” de aquí o de allá- o su repaso crítico –tramposo en su timidez, al menos la noche del estreno- a las revistas del corazón, su pavor a la televisión –de la que sólo menciona un programa, ya del pasado, es decir, también con trampa, como cubriéndose las espaldas-. Y, naturalmente, no renuncia, entre permanentes autoelogios, a sus facultades de versolari con aparentes improvisaciones. Al final, retoma esa vena sentimental que en otros espectáculos asoma con más frecuencia, con la narizota de payaso. Pero es ya muy tarde, tras tanta fisiología, para que su homenaje al teatro y a los cómicos parezca sincero. Más bien da la impresión de querer aplicar un bálsamo tras tanta caca y tanto sonido estruendoso. “Yo soy loco y lo que me salga de los cojones”, asegura este artista. Lo que esta vez le ha salido parece, efectivamente, que ha sido de ahí mismo.
Enrique Centeno

miércoles, 27 de julio de 2011

La ópera de los tres reales ***

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Autor: Bertolt Brecht.
Música: Kurt Weill.
Traducción: Pepe Sendón.
Intérpretes: César Goldi, Alba Messa, Víctor Mosqueira,
Mónica de Nut, Marco Orsi,Marta Pazos, Francisco Péres "Narf",
Muriel Sánchez, Begoña Santalices, Luis Tosar, Sergio Zearreta.
Escenografía: Baltasar Patiño.
Coreografía: Mónica García.
Dirección musical: Diego García Rodríguez.
Dirección: Quico Cadaval.
Teatro: Fernán-Gómez. (21.7.2011)
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      Es un caramelo envenenado. Brecht explicó como hacer para salvar su teatro, y La ópera de los tres reales –una de sus principales obras- es la permanente tentación de los directores. La que hoy vemos la ha producido el Centro Dramático Galego (CDG), y ha tenido el afecto –agradecido- de representarlo aquí en  castellano, naturalmente no en las canciones.
    Bajo un puente de barras metálicas –de poco uso-, el decorado tiene una  escalera de music-hall de los años treinta, como destinado a una vedette. Se trata de representar la obra como una distanciación de la historia del bandolero Mackie.
La verdadera historia de Mackie Navaja (a quien el traductor ha querido llamar con el alias “Faca”, como también ha utilizado tres reales, en cuyo título es el de centavos, o céntoms.), anuncia la función con un deambulante cantante. El CDG lo convierte en un ciego con zanfona -reconocemos al gallego Valle-Inclán en su obra El embrujado-, y lo clava  el actor César Goldi.
    El director Quico Cadaval ha respetado, afortunadamente, todo el estilo y enseñanzas de Brecht. Prácticamente, en todos los elementos como carteles, pancartas, telón americano, rupturas. Pero le ha añadido algo profundamente discutible: la mayor parte de las escenas las monta con una tendencia humorística, una farsa en ocasiones cercana al esperpento. El alemán quería romper y volver continuamente a la historia dramática, como enseñanza social y política.
    Es la explotación a los propios mendigos, la corrupción de la policía –sus personajes de Jeremías Peachum y Brown, El Tigre, ambos muy bien interpretados por César Goldi y Marcos Orsi, con estupendas canciones-o el perdón de la maldad, concediendo la libertad al ladrón, violador y asesino Mackie. Lo hará el Rey por su celebración  de la coronación mediante un mensaje (la llegada del lujoso uniformado, sobre un triciclo con cabeza de cartón, es la carcajada masiva: ¿era también nuestra propia burla?). En este montaje, el Rey se ha cambiado por el Papa, a quien el pueblo espera con entusiasmo su llegada –lemas en carteles-  a la ciudad donde se montará el recibimiento y adoración. Precisamente, con la casualidad de que en Santiago de Compostela, donde  se encuentra el CDG, se está preparando ahora la llegada de Benedicto XVI.
    Ante la inadecuada escenografía, y con una coreografía de escaso valor, todos los actores hacen un difícil trabajo –muchos de ellos duplicando o triplicando a los personajes- luchando y consiguiendo creaciones magníficas. Otra cosa es el resultado de Mackie, con sus continuas y torpes pausas, sin respuestas vivas en los diálogos. Lo hace el prestigioso actor Luis Tosar, que, además, canta sus baladas.
    Y ahí está el gran Kurt Weill, de quien depende, fundamentalmente, La ópera. Canciones inolvida bles, emocionan-tes, que vamos recibiendo en cada escena. No es fácil contar con un buen elenco de actores capaces de cantar. Y en este espectáculo hay una perfecta y rica calidad, bajo la orquesta que dirige Diego García Rodríguez. Son ellas –sobre todo las actrices- quienes expresan sus relatos, baladas o protestas en los versos de Brecht.  No hay excepción. Y es natural que destaquen los principales personajes, como La Señora de Peachim, madre, a quien Begoña Santalices planta y canta, entre otras, la  Balada de la dependencia del sexo. La prostituta Jenny, el amor perdido de Mackie, la crea  Mónica de Nut, de muchísimo talento, que muestra su fuerza en la canción de Jenny la de los piratas o, ante el telón, la impresionante Canción de Salomón. Muriel Sánchez muestra, igualmente, su gran calidad, en esa Polly, “esposa” –en la falsa boda- con un dueto riquísimo en el enfrentamiento con Lucy –estupenda Alba Messa en todas sus escenas-, apasionada amante del burdel. Se mantendrá entre ellas una dialéctica, celos divertidos  sobre la posesión de Macky, con el Dueto de los celos.
    Las rupturas de este teatro, marcadas por Brecht,  el director Cadaval las obedece, ciertamente –no es tan frecuente-, con una lealtad muy agradecida.
Quizá, excesiva esa ruptura, -distanciación  que no siempre observamos en otros montajes-, porque su insistencia llega a alcanzar la farsa. Son muchos esfuerzos, es una compañía de grandes actores –no debemos repetir quién no es capaz- en este gozoso espectáculo.
Enrique Centeno

Los caciques **

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Autor: Arnique Carlos Arniches.
Intérpretes: Rafael Castejón, José Sazatornil, "Saza",
Empar Ferrer, Pepa Rosado, Paco Torres, Lucio Romero,
Carlos Manzanares, José Carlos Gómez, Ana Luisa,
Marta Fernández-Muro, etc.
Escenografía y figurines: Antonio Mingote.
Dirección: Ángel Fernández Montesinos.
Tetaro: Centro Cultural de la Villa.(18.1.2001)
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El gran director José Luis Alonso, desaparecido hace diez años, montó Los caciques en 1962. Muchos años después –1987- lo repondría con la misma estética, es decir, los figurines y el decorado de Antonio Mingote. Lo que ahora acaba de estrenarse en el Centro Cultural de la Villa es la reconstrucción de aquel espectáculo de tanto éxito, trabajo que se ha encargado al director Ángel Fernández Montesinos y que ha llevado a cabo con su habitual conocimiento y buen hacer. Como el reparto es excelente –Rafael Castejón, espléndido, y el siempre inescrutable y magnífico actor que es José Sazatornil, Saza, son la cabecera de un reparto todo él impecable- y la puesta en escena se conserva con rigor, de modo que no hay mucho más que decir que lo que en su día escribimos sobre este reestreno de Los caciques.
    El escritor alicantino, del que suele decirse que era en realidad el inventor del madrileñismo, y no que fuera este casticismo el que impregnaba su escritura. De este autor costumbrista, renovador del sainete y del juego cómico realista, han bebido después no pocos autores dramáticos, no forzosamente de humor. No debe parecer menosprecio alguno al afirmar que hoy su sentido crítico y los aspectos verbales y formales de aquel teatro, se contemplan con la curiosidad de una pieza de museo. Y que es imposible que no sea así, porque tanto el lenguaje como los temas, así como los procedimientos escénicos, no permiten una revisión o modernización, ni siquiera una puesta en escena acorde con los nuevos rumbos y procedimientos teatrales.
    Esta risa de la pana, de la sociedad rural aprisionada y del caciquismo son aspectos ya históricos, y lo que produjo en su día el humor amarga de una crítica –de aspectos obvios, desde luego, porque ni siquiera al gobierno de Alfonso XIII o de Primo de Rivera le podían molestar- se ve hoy, repetimos, como un teatro perteneciente al pasado, más aún porque cuando se produjo estaba ya, como casi toda nuestra escena, en el estribo del tren de la innovación que ya se extendía por Europa.
Enrique Centeno

Los chiquipandas ●

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Guión: Luis Navarro y Alberto Martín.
Música: Nino Sánchez 
 Dirección: Luis Navarro.
Lugar: Teatro Alcázar. (9.9.2000)
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Una estafa para niños

Inaugura este espectáculo la cartelera que nuestros teatros preparan ya de cara a las vacaciones de los niños, a las festivas fechas que nos amenazan ya. Cualquier pretexto será entonces bueno para arrancar a los chavales de la pantalla del televisor, de despojarlos del mundo virtual para acercarlos a la creación viva. Incluso para poder tener un pretexto para charlar con sus padres y reflexionar sobre la obra vista. Este espectáculo que acaba de estrenarse, como pasará con algunos otros –siempre es así-, es, justamente, el paradigma de todo lo contrario.
    Parece que sus creadores confían poco en el poder de la escena, de modo que hacen una imitación virtual de lo que debería ser el teatro, lo despojan de sus poderes, y ofrecen al niño un poco más de la pequeña pantalla con la única diferencia de que deben salir de casa para verlo. Qué decepción, cuánto mal hace al teatro una cosa como esta.
    Los elementos pertenecientes al arte escénico, ése que debería encandilar al pequeño espectador, se han suprimido, absolutamente, en este presunto montaje. La escenografía es un telón pintado –un fondo de pantalla televisiva, pongamos por caso- ante el cual se mueven un grupo de personas disfrazadas de muñecos. No hay actores, porque, recubiertos en cabezotas de peluche, nos privan de otras de las magias del teatro, la de la interpretación, el gesto, la creación actoral. Las voces están grabadas, también al modo de los productos televisivos, de modo que el play-back atronador lanza los textos y las canciones –facilonas, pésimas-, todo ello pregrabado, desde muñecones de escaparate sin la menor verosimilitud. Ni la luminotecnia, ni las coreografías, ni ninguna otra cosa, acercan al pequeño espectador al mundo del teatro, de modo que todo es una vil copia de otros medios. El espectáculo es, en ese sentido, sencillamente indignante.
    Nos referíamos antes al texto. Es mucho decir: unos ositos panda encantadores, con nombres como Nico, Fifi, Pipo, y así, se sienten perseguidos por un malvado que quiere su perdición. Y en ese esquema para alimentar la oligofrenia o los encefalogramas planos de tanto esquematismo estúpido, los dulces osos pandas cantan, se enternecen, aman porque son buenos y así, siempre alineados en el estrecho pasillo del escenario o bailando al corro en coreografías de patio de colegio, nos muestran que son buenísimos y que el mundo, en realidad, se divide entre ellos y los malos.
    Mensajes aparte, lo cierto es que el espectáculo se mueve entre la mediocridad, la carencia, la estafa y la propia negación del arte escénico. Un producto verdaderamente deprimente al que debería asistir nuestro Defensor del Menor y tomar medidas.
Enrique Centeno

Los engranajes ***

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Autor: Raúl Hernández Garrido.
Intérpretes: Marta Aledo, Esther Ortega,
Txema Piñeiro, Paul Lostau, Noelia Tejerina,
Mar Corzo, María Morales, Mauricio Bautista,
Rosana Blanco, Carmela Nogales, Luis Rayo.
Dirección: Francisco Vidal. 
Teatro Pradillo. (6.9.2000)
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Foto de Daniel Alonso
Un mundo caníbal

El autor Raúl Hernández (1964) ganó con esta obra el premio Lope de Vega, y ya antes había conseguido el Calderón de la Barca con Los malditos. Estamos, pues, ante uno de los ya reconocidos nuevos talentos de nuestra escena. Al Premio Lope de Vega le despojaron de la cláusula más suculenta y necesaria, la obligatoriedad de su estreno en el teatro Español, y por eso Los engranajes se ha montado en una sala alternativa y por una compañía joven que ha tomado como nombre El Grito. En efecto, esta función, como el dramático cuadro de Munchen, es un grito toda ella, una denuncia, una áspera queja en la que su autor cambia la espátula y los pinceles por una caligrafía sorda, brutal y trágica.
    Alguien practicó el canibalismo en la Rusia de los últimos años, transformando un cadáver en hamburguesas. Este horrible hecho –Shakespeare: Tito Andrónico; Sondhein: Sweeney Tood- impresionó a Hernández y quiso indagar, como lo hizo Büchner en su Woyzeck, sobre la sociedad y los personajes que hicieron posible algo tan aparentemente inconcebible. De modo que de lo que se trata es de analizar elementos tan complejos como la justicia, el amor, la desesperación, la maternidad frustrada, la necesidad, la niñez y la pubertad de una muchacha: una reflexión sobre la vida, en suma. De este modo, la obra tiene un resultado barroco, en el que la acumulación de visiones sobre el mundo, apenas deja tiempo al espectador para hilar los diversos mensajes.
    Hay una dificultad añadida, y es la no linealidad temporal de la historia, porque ésta se estructura como un poliedro cuyas caras y aristas aparecen y desaparecen sin orden cronológico. En la puesta en escena, Francisco Vidal ha querido, quizá precisamente por ello, situar a los actores permanentemente a la vista del público, sentados alrededor del espacio central, que ocupan o desocupan cuando les corresponde, pero permaneciendo siempre a la vista, en ese juego de poliedro que mencionamos. Es una excelente idea –probablemente el mejor trabajo de Vidal que hemos visto- para poder organizar el bronco texto, que tiene mucho de desafío para un director de escena.
    Quienes interpretan esta apuesta proceden del laboratorio teatral de Wiliam Layton: un estilo que se percibe casi inmediatamente, para bien o para mal. Preferimos referirnos a lo primero: rigor, seriedad, dominio corporal, credibilidad, personajes hechos y redondeados, disciplina impresionante. Es obra coral, y todos ellos están impecables, aunque es difícil sustraerse a la tentación de destacar a una actriz, Esther Ortega, cuyo talento no es frecuente encontrar en nuestro teatro.
Enrique Centeno


martes, 19 de julio de 2011

Las de Caín ***

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 Libreto: Hermanos Álvarez Quintero.
Música: Pablo Sorozábal (padre y Pablo Sorozábal, hijo).
Adaptación: Ángel F. Montesinos.
Intérpretes: Francisco Valladares, Marisol Ayuso, Luis Álvarez,
Hevila Cardeña, Ruth Terán, Noemi Mazoy, Raquel Esteve,
Israel Ruiz, Javier Galán, Alejandro Navamuel, Manuel Aguilar,
Trinidad Iglesias, María Garralón.
Dirección Musical: Monserrat Font Marco.
Coreografía: Juan Carlos Santamaría.
Videoescena: Álvaro Luna.
Iluminación: Miguel Ángel Camacho.
Vestuario: Javier Artiñano.
Escenografía y dibujos: Wolfgang Burman.
Dirección: Ángel F. Montesinos.
Teatro: Español. (14.7.2011)
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 Con frecuencia, los comediógrafos dieron título a sus obras con el nombre de los principales personajes –Mariquilla Terremoto o Malvaloca, dos de las más conocidas, que llegaron al cine-, y aquí, tenemos el de toda la familia de Caín: un matrimonio, el de Don Segismundo Caín y de la Muela, y  Doña Elvira Horcajo de Caín. Padres cuyo objetivo es casar a sus cinco hijas. A lo cual ayudará el joven Alfredo, enamorado de Rosalía, que tendrá que esperar a las bodas de las hermanas por su correspondiente orden de edad. Lo hacen formidablemente los barítonos Hevila Cardeña y Javier Galán, que, además –igual que todo el reparto-, interpretan con lucimiento los diálogos en prosa –está aquí el experto director Ángel F. Montesinos- de las divertidas escenas. Y en esta tabla de juegos figura un variable personaje, El tío Cayetano de Rebolledo, un maduro galán, distinguido e irónico, a quien se le convence para unirse a la jovencísima hija. Lo hace el actor -y cantante- Francisco Valladares, que agarra al público con su conocido talento.
 Hay numerosas escenas de la zarzuela en las que la música de los Sorozábal es interpretada estupendamente por la orquesta que dirige Montserrat Font Marco. Y bellas estampas de baile o de juegos en movimiento con una preciosa coreografía de Juan Carlos Santamaría, y un vestuario romántico ante la rica escenografía –planos o fondos pintados del viejo teatro- del admirado escenógrafo Wolfang Burman.
    Uno los dominios de Serafín (1871) y de Joaquín (1873-1944) es su calidad y riqueza literaria –la RAE concede ya, como mérito, uno de sus Premios, el de Álvarez Quintero-, jugando a veces con términos o recursos cultos, como los del profesor de lenguas "Vivas" -bien se alude a ellas en sus parlamentos-. Y ante la divertidísima escena, acusarán todos al joven Pepín –Israel Ruiz- por haberse introducido en la nocturnidad en la casa familiar, el bien llamado Segismundo exigirá recuperar
 su honor ante la ofensa, obligando al pobre Pepín a unirse a la dama Estrella - Noemi Mazolla-: “Al rey la hacienda y la vida/ se ha de dar; pero el honor/ es patrimonio del alma/ y el alma solo es de Dios”. De modo que aquí, la historia terminará como en las clásicas comedias de enredo.
   Verano de julio con aire acondicionado, acogedor teatro del Español y carcajadas, alegraron el día.
Enrique Centeno

lunes, 18 de julio de 2011

Madre, (el drama padre) **

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Autor: Enrique Jardiel Poncela.
Intérpretes: Blanca Portillo, Chema de Miguel, Juanjo
Cucalón, Gabriel Moreno, Chisco Amado, Gonzalo de
Castro, Goizalde Núñez, Ruth García, Toni Misó, etc.
Escenografía: Max Glaenzel, Estel Cristiá.
Vestuario: Javier Artiñano.
Dirección: Sergi Belbel. (Centro Dramático Nacional).
Teatro: La Latina. (27.6.2001)
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Jardiel a la americana
Foto de Julio Castro Jiménez
Tercer espectáculo con el que conmemora nuestra cartelera el centenario de Jardiel Poncela. Nos reímos siempre con este madrileño que quiso pasar de puntillas sobre la sociedad de posguerra que le tocó vivir y que prefirió elegir el humor blanco, y quiso cerrar las ventanas de su teatro al mundo exterior. Ya se sabe que, en cambió, innovó fórmulas cómicas y creó un nuevo sentido del humor que ya es referencia clásica: sin duda hay un antes y un después en el género que tiene como referencia a Jardiel.
    No es seguro que a Sergi Belbel, el director de esta superproducción, le entusiasme Jardiel. Lo que sí parece claro es que sus referencias, su imaginario o su formación, están en otros lugares, y que el mundo de nuestro autor no parece ser demasiado conocido para él. De modo que ha optado por modos y estéticas muy ajenas, concretadas en aquellas entrañables comedias norteamericanas en blanco y negro. En este montaje, sólo falta la aparición de Fred Astaire para llevarnos al mito de los años cuarenta de Hollywood. Yo creo que eso es una perversión, porque no hay referencias escénicas que lo justifique
    Madre, (el  drama padre), presenta, una vez más, diversos problemas en cuanto a su escritura. Ha envejecido menos su lenguaje que en otras obras del autor, más centrado en la construcción que en el afán de buscar el chiste. Posee un último acto brillante, sorprendente, inacabable en su desenlace cambiante en cada minuto. Para llegar a ella necesita el autor demasiado tiempo, una hora y media cansina, sosa, francamente aburrida. Se salva la función, gracias a un numeroso y magnífico reparto, muy coral, y una dirección –más bien una coreografía- que aprovecha sus talentos para conducir todo por el camino de la farsa, de la brillantez elemental y eficaz. Los bostezos del entreacto fueron después neutralizados entre abiertas carcajadas, pero nadie entendía por qué esa americanización de Jardiel; por qué en su centenario se le quería desnaturalizar.
Enrique Centeno

Madrugada ***

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Autor: Antonio Buero Vallejo.

Intérpretes: Trinidad Rugero, Noemí Climent, Kiti Mánver,

Manuel de Blas, Sonsoles Benedicto, Victoria Alvás, Mariano

Venancio, Francisco Rojas, Celia Trujillo.

Escenografía: Amadeo Lemus.

Vestuario: Lacota, Il Griffone.

Dirección: Manuel de Blas.

Teatro: Centro Cultural de la Villa. (11.5.2001)

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Aquella ética de Buero
 
 
Foto de Daniel Alonso
 
Un reloj de pared marca las cuatro y cuarto al principio de la representación. Cuando ésta termina, dará las seis tras una intensa madrugada de conflictos y de intrigas. Buero ha querido que el tiempo real y el tiempo dramático coincidan, en un ejercicio que, desde luego, va mucho más allá de la habilidad escénica, y que ayuda a enmarcar esta obra dentro del curioso género de intriga y de misterio.
    Es mucho más, claro está, porque el género lo utilizó el autor, allá por 1953, para reflexionar, como en su habitual teatro, con temas sobra la verdad o la mentira, la ética, la lealtad, la ambición y el amor. Esta obra es una trampa. Lo es argumentalmente, porque su protagonista, Amalia -Kiti Mánver, estupenda- oculta la muerte de su amante, de cuerpo presente en una habitación contigua, para intentar esclarecer ante la familia –una verdadera colección de cuervos en busca de la herencia- acontecimientos que empañaron la última etapa de sus relaciones sentimentales con el ya difunto. Y lo es también porque, sorprendentemente, Buero organiza una trama cuyo perfecto esquema de intriga va desvelándose en la línea de los grandes maestros del suspense. Un ejercicio que le sirve para retratar a personajes que van desde la ingenuidad completa –la sobrina que hace muy bien Victoria Alvás- o la ambición cobarde del fascistilla de posguerra– ,el hermano -magnífico trabajo de Mariano Venancio-, pasando por el más frívolo falso, otro hermano -que encarna muy bien Manuel de Blas, que además ha dirigido el montaje con mucho mimo para que el engranaje matemático de Buero funcione-. La representación se sigue con mucho interés, y los valores que Buero quiso reivindicar en su momento, continúan tan devaluados como entonces, de modo que todo parece como escrito ahora.
Enrique Centeno

martes, 12 de julio de 2011

El Evangelio según Pilatos ***

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Autor: Enric-Emmanuel Schmitt.
Versión de José Sámano.
Intérpretes: Joaquín Kremel, José Luis Madariaga, Julia Torres.
Escenografía visual : Eduardo Moreno, Emilio Valenzuela.
Vestuario: Gabriela Salaverri.
Iluminación: Miguel Ángel Camacho.
Música: Luis Miguel Cobo.
Dirección: José Sámano.
Teatro: Conde Duque. (8.7.2011)
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Tras el gran éxito de El señor de Ibrahim y las flores del Corán ha regresado a nuestra escena Enric-Emmanuel Schmitt, muy representado en su propio país –Francia-, y a quien nosotros conocimos hace ya quince años con el estupendo montaje de La visitante. Y otra vez agradecemos la llegada de este título El Evangelio según Pilatos, novela que ha adaptado José Sámano.
    De Pilatos apenas sólo conocemos la leyenda de los Evangelios que cuenta cómo se lavó las manos ante la elección del pueblo para crucificar a Jesús y perdonar a Barrabás. Lo decimos porque es, concretamente, el inicio de la función, recordando aquella historia y los sucesivos acontecimientos.
    Durante la mayor parte del tiempo, el gobernador de Judea va contando tantas fantasías como realidades sobre Jesús de Nazaret después de su muerte. Sus contradicciones las va escuchando, con algunas respuestas, su escriba y mensajero Sextus. Se nos ha anunciado al público, en una proyección sobre el bambalinón, que son numerosos Evangelios con interpretaciones muy diferentes: y es que el autor bien podría ser uno de ellos (Schmitt ha dedicado varios títulos al mundo judío).
    Es un texto literario en el que el personaje entremezcla la ironía, las dudas e incluso algo de temor, todo ello en la responsabilidad de haber permitido aquella condenación de Jesús. Por ejemplo, sabían que un crucificado sufría durante tres días antes de morir; él perdió la vida en sólo seis horas. Que lo llevaron a enterrar y lo introdujeron en un sarcófago oculto y encerrado tras una puerta inamovible. Que tres días fue lo que tardó en resucitar, con uno de los ángeles -sin sexo y que pueden volar-, que sube o baja del cielo poniendo una escalera. Pilatos no se burla; simplemente lo cuenta con asombro, y así irá relatando aquellas historias. Porque, en el fondo, siente temor de que aún ande vivo fortaleciendo y aumentando a los seguidores de Cristo.
    Del actor, Joaquín Kremel, sentimos siempre en sus trabajos cierta ironía o sonrisas, lo mismo en Don Juan como en Brian Friel, pasando desde el vodevil de Lauzier al drama de Mamet. Con su personal talento, hace este largo personaje –cerca de dos horas sin parar, sin cansar y dispuesto a continuar con placer-, de Poncio Pilatos. Cuida el director y adaptador teatral, Sámano, estos ritmos en cortes de escena, y sirve con lucimiento y creación a Sextus, José Luis Madariaga, así como a Julia Torres en las apariciones de la esposa Claudia.
Enrique Centeno

domingo, 10 de julio de 2011

El chico de la última fila **

_____________________________________ Autor: Juan Mayorga.
Intérpretes: Miguel Lago Casal, Olaia Pazos,
Samuel Viyuela, Sergi Marzá, Rodrigo Sáenz de Heredia,
Natalia Braceli.
Vestuario: Israel Muñoz y Víctor Velasco.
Dirección: Víctor Velasco.
Teatro: Cuarte Pared. (7.7.2011)
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Este chico forma parte del censo de una clase de enseñanza media. No vemos el aula, y Juan Mayorga -que las conoce bien- ha elegido a Claudio, aparentemente oculto en la última fila, como alumno que enseguida llama la atención del profesor de Lengua y Literatura. Germán está ya decepcionado, agotado y desesperado ante el desinterés e inutilidad de sus alumnos. Y entre ellos, el autor retrata a uno de los numerosos alumnos vivientes y frecuentes: es Rafa; soberbio, engañador, cuyo abuso llegará incluso a la violencia.
    Leyendo Germán las breves y vacías redacciones que encargó a los alumnos, encuentra unas líneas de Claudio, que le provocan acercarse hacia él. Desde la primera cita en el Centro, surgen desconfianzas: el maestro domina la enseñanza, pero el discípulo va mostrando sus contradicciones y la crítica hacia las leyes tradicionales. Hay tensiones, discusiones y choques. Por diferentes motivos, no admiten ni confiesan que son casi las únicas conversaciones de interés. El muchacho encuentra en ello un sentido de comunicación, y al profesor se le renueva el interés por la enseñanza, un trabajo en el que se siente frustrado ante la inútil generación de estudiantes. En la escena inicial, le conocemos mientras corrige las vagas redacciones de los alumnos, en voz alta, junto a su mujer: Juana se dedica al arte y es un personaje que se ha creado en la obra sin ningún interés más que servir de una especie de Pepito Grillo para provocar sus frases.
    Claudio va ayudando a su compañero Rafa, inocentemente, pero le intriga conocer a los padres de este sujeto: quiénes y cómo podrían ser. Y los puede ver en aquella casa. Son los virus que se extienden en las aulas. La madre, presuntuosa, vacía y estúpida incansable, y su marido Rafael, orgulloso exhibicionista de su situación laboral, al que le entusiasma agarrarse al sillón, junto al hijo, entre gritos y extravagantes saltos ante el televisor que trasmite el partido del día. Ya comprendemos de dónde proceden y quiénes ayudan a los Rafas. En esta familia, la ausencia de comunicación hace mencionar a Claudio –es un regalo que le hace el autor- el teatro del absurdo. Nosotros, personalmente, pensamos que son, en realidad, depredadores sociales.
(Fotos de Julio Castro Jiménez)
     Mayorga escribió esta obra hace ya algunos años, con sus redondos y perfectos diálogos. Pero hay que saber hacerlo en el escenario. Los cambios de lugar del aula a la casa, la biblioteca,  o la calle, se distribuyen en este montaje -con torpes iluminaciones- alrededor de una gran mesa, o subiendo sobre ella como a un palomar un pupitre  con sillas –no se entiende bien-, donde prepara los exámenes Rafa con la ayuda de Claudio. También hay que saber dirigir a los actores, hay que hacerlos llegar a los personajes. En este reparto, todos hacen un cuidado trabajo, sin duda con esfuerzo, pero no conseguimos conocer a los personajes porque aquí son imitaciones. Velocidades continuas que impiden crear, sino comunicar los textos. El profesor siempre enfadado en gestos idénticos, Claudio como un radiofonista que le sirve igual para romper la cuarta pared contándoselo al público, como en la representación de las escenas. Aquí no hay pausas, reflexiones, y resulta así imposible introducir al actor dentro del personaje. Es cierto que en escasos momentos queremos adivinar cómo son en este realismo Germán, Claudio –Samuel Viyuela es quien más se acerca- o Rafa. Es posible que al director, Víctor Velasco, le diera miedo prolongar demasiado la función –aquí, una hora y media- sin apreciar que son los personajes más interesantes que los discursos de sus palabras. Qué difícil es dirigir a los actores.
Enrique Centeno

miércoles, 6 de julio de 2011

Los persas ****

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Autor: Esquilo.
Versión: Jaime Siles.
Intérpretes: Alicia Sánchez, Miguel Palenzuela, Inés Morales,
Jesús Noguero, Alberto Vidal, Críspulo Cabezas.
Videoescena: Pablo Vega.
Iluminación: Paco Ariza, Rafael González.
Vestuario: Ana Rodrigo.
Escenografía: Marcelo Pacheco, Alberto Estéban.
Música: Juan de Pura.
Dirección: Francisco Suárez.
Teatro: Español. (23.6.2011)
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Esta tragedia la escribió Esquilo, siendo testimonio de la guerra Grecia-Persa (480 a. J.), y el montaje ha conservado el original, con la versión de Jaime Siles, que ha cuidado con sensibilidad los versos de este poema. Escucharlo provoca la emoción y el estremecimiento, gracias a la riqueza de voces y ritmos de esta compañía. Algo que no es común en los atrevimientos de otros directores, atrapados por la tragedia pero que, frecuentemente, lo actualizan, e incluso se permiten transformar los versos. Es como si no se confiara en el original, ni en su permanencia a lo largo de veinticinco siglos. Pueden conseguirse, desde luego, algunas adaptaciones brillantes, como la que hizo, magníficamente, el director Calixto Bieito –v. blog- hace pocos años, pero jamás se alcanzará la grandeza de Esquilo.
    Francisco Suárez ha sabido que los clásicos siguen vivos, que es incomprensible alejarse cuando se representa Los Persas, cuya permanencia está en nuestros días: hoy las mismas guerras en las fronteras, las mismas religiones, los mismos muertos. Muy levemente, se actualiza algún elemento del vestuario. Lo único que se ha introducido, fuera del espacio escénico, son imágenes de batallas y levantamientos, proyectadas sobre unas pantallas que muestran, de vez en cuando, lugares de Túnez, Egipto o Libia –incluso aparece la foto de Gadafi- con subtítulos que nombran estos lugares, siempre indicando el año 2011. No sería necesario, pero son como testimonios didácticos en las páginas adjuntas a la representación.
    En la Sala Pequeña del Teatro Español, se ha situado al público a ambos lados de la escena rectangular, lo que permite al espectador aproximarse a los personajes. Esto es ya lo más emocionante: el teatro se basa en los actores, y aquí hay un reparto excepcional.
    El tradicional Coro griego –su autor lo dedicó aquí a Los Ancianos- lo interpretan únicamente La Consejera y El Consejero, -llamados así en el reparto-, persas a los que Esquilo da un generoso tratamiento. Con ”Estos son los fieles”, inicia su uniformado militar, explicando la formación del cuerpo del ejército bajo el mando de Jerjes, y para ello se utilizan numerosas copas de cristal sobre una mesa que bien podría significar un ara donde levantar el Cáliz de una Eucaristía. Es la esperanza y creencia en la victoria de Persia.
    El Consejero es el actor Miguel Palenzuela, que muestra, una vez más, su grave y comunicadora voz que en todo caso admiramos. Junto a él, la siempre perfecta y variable Alicia Sánchez. Más reflexiva, amante de su perdido Darío, ya muerto, es la Reina, que interpreta estupendamente Inés Morales. Jesús Noguero aparecerá como El Mensajero y, frente a la esperanza, notifica la definitiva derrota del ejército de Jerjes: llantos y desesperación interpretados entre versos y giros danzantes, relatan la condenación de Persia. El ambicioso Jerjes entra ensangrentado tras su vencida batalla, y lo expresa de manera brillante Críspulo Cabezas, volviendo a su violencia en un proyecto ya de contenido ideológico nazi. Con él terminará la función, pistola en mano ante la cabeza de su madre, lo cual, sin duda, causa una ingenuidad inventada por el director, quien ha hecho un gran trabajo.
    Entre brumas de las simas, aparecerá Darío, el padre de Jerjes. Una sombra saliente de un transparente crisol. Es una de las escenas más impactantes, creada por Albert Vidal, el extraordinario creador de monólogos dramáticos. Contar con él en este elenco, es uno de hallazgos de Suárez. Darío es un cuerpo vivo y muerto, un pálido suplicante en un pianto acusador a su hijo. Un velatorio a todas las víctimas de las invasiones bélicas. Hace temblar al público hasta su desaparición en su sarcófago.
    El espectáculo, aparentemente sencillo, posee una fuerza terrible que nos hace llegar al sentido de la tragedia griega, y a la conciencia de los crímenes actuales. Es uno de los primeros deberes del carro de Tespis.
Enrique Centeno