martes, 27 de septiembre de 2011

Tartufo *

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Autor: Molière.
Versión de Mauro Armiño.
Intérpretes: Nathalie Seseña, Roberto San Marín, Cristina
Castaña, Hernán Gené, Paco Hidalgo.
Escenografía vestuario: Pepe Uría.
Iluminación: Pedro Yagüe.
Dirección: Hernán Gené.
Teatro: Fernán-Gómez. (22.9.2011)
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Un bobo engañador

Asistíamos al teatro Fernán-Gómez al estreno de este Tartufo, y era inevitable recordar que, entre otras versiones, en 1997 se estrenó la que hizo aquel Fernán-Gómez. No hay ninguna relación con éste que ahora vemos. Se determinó como “muy libre”, con términos modernistas pero, al mismo tiempo, con el texto completo y siguiendo su orden. Nada que ver con el que hoy se representa: con cortes, añadidos, resumido, y con la supresión de personajes.
  Organizando el ritmo –no mucho más-, Hernán Gené dirige a excelentes intérpretes. El inocente religioso, Orgón, lo enriquece mucho el actor Paco Hidalgo; intentará separar al enamorado Valerio –Roberto San Martín- de su hija, Mariana. La  actriz Cristina Castaño duplica  su interpretación con su madre, logrando escenas cómicamente divertidas. Anda alrededor, la inteligente y descubridora doncella, Dorina, que Nathalie Seseña crea con talento. Siempre se espera, naturalmente, la entrada de Tartufo, con las mentiras, la falsedad, la ambición y la fingida religiosidad. Es necesario un excelente actor. La ambientación de este montaje –años cuarenta-, debe ser un espejo de Tartufo o el impostor –título completo que dio Molière, y que ya no se utiliza-, y el personaje que aquí aparece –lo hace el propio director- carece del menor interés, sin brillantez alguna –siempre queremos que calle esa monotonía argentina-, y es inverosímil que pueda engañar a nadie.
   Esta nueva versión es muy humilde, a pesar del estupendo reparto.
E.C.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El perro del hortelano ***

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Autor: Lope de Vega.
Versión de Eduardo Vasco.
Intérptretes: David Bocceta, Joaquín Notario, Eva Rufo,
Pedro Almagro, Alberto Gómez, María Besant,
Luisa Martínez, Isabel Rodes, David Lorente, Diego Toucedo,
Miguel Cubero, David Lázaro, José L. Rodríguez, José Luis
Santos, Alba Fresno (viola de gamba), Saea Ágada (arpa),
Eduardo Aguirre de Cárcer.
Iluminación: Miguel Ángel Camacho.
Vestuario: Lorenzo Caprile.
Escenografía: Carolina González.
Dirección: Eduardo Vasco.
Teatro: Pavón. (CNTC). (21.9.2011)
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Las verdades y las mentiras

Aunque no es frecuente, agradecemos a la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) que esta vez consiga hacer entender los versos y seguir sus historias. De esta conocida comedia de El perro del Hortelano, ha hecho el director Eduardo Vasco un brillante montaje y, como suele suceder, une los tres actos y reduce -cortando numerosos versos de Lope-, con un ritmo vivísimo que consigue la deseada diversión.
    La seductora condesa Diana trampea entre sus tres pretendientes convirtiendo su castillo en una huerta. Lo hace, brillantísimamente, Eva Rufo, actriz ya colocada en otras comedias, y al no noble galán Teodoro, lo interpreta también muy bien David Boceta, en sus dudosas decisiones entre las dos frutas: la presumida y engañosa duquesa, y la dama Marcela; ésta en manos de la estupenda actriz Isabel Rodes -que bien ha elegido el directo-, quien terminará con el casamiento del gentilhombre Fabio –muy bien Pedro Almagro-, mientras el principal y variadísimo criado, metido en líos, Tristán - con el correcto Joaquín Notario, mejor que en anteriores obras clásicas- se unirá “como premio” a la dama Dorotea que lo luce con sabor Luisa Martínez. El secretario y galán, Teodoro, terminará, finalmente, con la deseada Diana.
    Componen el huerto los nobles berzas, duque y marqués, que aparecen grotescamente caracterizados –todo el vestuario, magnífico, lo ha debido disfrutar el diseñador Lorenzo Caprile-, con una opulencia que llega hasta el disfraz. Son burbujeantes estos personajes, que explotan con habilidad José Luis Santos, Davis Lorente, y Miguel Cobero: a este último le toca ese conde que, en sus canciones, imita a un barítono de zarzuela, causando carcajadas en cada aparición.
  Se despide el director de la CNTC con El perro del hortelano –título que montó la compañía en 1996, con la versión de Manuel y Antonio Machado-, junto a este estupendo elenco.
Enrique Centeno


jueves, 22 de septiembre de 2011

Yo, el heredero ***

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Autor: Eduardo De Filippo.
Traducción: Juan C. Plaza-Asperilla.
Intérpretes: Fidel Almansa, Ernesto Alterio,
Beatrice Binoytti, Concha Cuetos, África García,
José Luis García, Rebeca Matellán, Natalie Pino,
José Manuel Seda, Mikele Urroz, Yoima Valdés, Abel Vitón.
Iluminación: Juan Gómez-Cornejo.
Vestuario: Ana Rodrigo.
Escenografía: Andrea D'Odorico.
Dirección: Francesco Saponaro.
Teatro: María Guerrero (CDT). (23.11.2011)
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Al napolitano Eduardo De Filippo no le podemos evitar su relación con Molière. Amargura, ironía y humor, hasta llegar a la carcajada; críticas hasta los ataques a la sociedad, trabajando, al mismo tiempo, como  dramaturgos, actores y directores de sus compañías.
    El autor inicia la obra con una escena, entre el humor y la burla, en la adinerada casa de la familia Silciano -ingenioso apellido-, en la que la distinguida y cristiana esposa – la engreída Margherita, muy bien interpretada por Yoima Valdés-, muestra el entusiasmo, junto a sus costureras, por las ropitas o canastillas –realizadas con telas usadas- para ser entregadas a los “niños necesitados”.
    Y en el salón principal –se entrevé el interior, con la habitual perfección del escenógrafo Andrea D’Odorico-, conoceremos a esta familia cuyo sucesor, Amadeo, manda con satisfacción y felicidad, junto a su esposa. Lo completa la hermana, Adele, la madre Dorotea y la joven huérfana protegida, Bea, junto a los interesantes criados, Caterina y Ernesto. Es necesario presentarlos, porque es un reparto en el que todos los intérpretes hacen un magnífico trabajo.
   Y aquí entrará, súbitamente, un extraño personaje, desaliñado y descarado. Él se considerará Yo, el heredero: hijo del fallecido Próspero, servidor de la familia, a quien De Filippo crea para oponerse a la sumisión. Así lo hará este Ludovico, el Próspero II, al considerarse sucesor de su padre. El actor Ernesto Alterio va caminando desde la suavidad a la exigencia. Una creación maestra del italiano, en los enfrentamientos con Amadeo, la lucha verbal impresionante y repetida, en la que este abogado es interpretado, con imán desde las tablas, por el actor José Manuel Seda.
    Encontró Ludovico el diario que escribía su padre –a quien no veía en treinta años-, y en él conoció su convivencia con la familia, soportando burlas y la escasa dedicación, sobre todo del criado Ernesto -formidable trabajo de José Luis Martínez-, y la alegría y cariño de Caterina -la lleva con encanto la actriz Natalie Pinot-. La infidelidad de la madre, enamorada de aquel sencillo Próspero, es interpretada por Concha Cuetos, que crea ese sentimentalismo, dulce y  pecador dentro de su catolicismo, en una lección magistral.
        Es un parchís -en rombos coloreados, como si anduviera por las escenas aquel Arlequín, junto a Polichinela, en una commedia dell’arte que tanto pertenece a De Filippo-, a cuya casilla de meta llegará Ludovico. Todo está vencido y hay un personaje en este juego, realista y jocoso. Se trata de la joven Bea, de 17 años, que fue recogida siendo niña, y encerrada en esa jaula de gorrión. Y es también esencial, en el protagonista, su apoyo para salir volando de esa burguesa mansión. Hace una maravillosa interpretación Rebeca Matellán.
    Dirige el italiano Francesco Saponaro, con una especie de mandolina en la que consigue un ritmo jugoso entre la burla y el mensaje.
Enrique Centeno

domingo, 18 de septiembre de 2011

A little night music ***

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Música y letras: Stephen Sondheim.
Libreto: Hugh Wheeler.
Intérpretes: Constantino Romero, Vicky Peña,
Jordi Boixaderas, Alicia Ferrer, Ángel Llàcer,
Montserrat Carrulla, Núria Canals.
Escenografía: Jon Berrondo.
Vestuario: Antonio Belart.
Dirección musical: Manuel Gas.
Dirección: Mario Gas.
Teatro: Albéniz. (31.10.2000)
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Un juego de amor

Que los autores de Sweeney Tood, el barbero de la calle Fleet, el mejor musical que hemos visto nunca, de este mismo compositor Sondheim y del libretista Wheeler- quienes se unen para esta Música en Una pequeña noche de música, bien contrastada con aquel Barbero. Ruptura del original título de Shakespeare El sueño de una noche de verano, frente a Macbeth, o juegos como La comedia de las equivocaciones que, por cierto, andan flotando como referencias lógicas a la cultura anglosajona en este musical.Aunque se confiese inspiesen la inspiración de Sonrisas de una noche de verano, la película de Igman Bergman.
Fotos de Ros Ribas
  El asunto es un enredo, a medio camino entre el vodevil y la alta comedia, pasado por la estética de la Suecia de finales del XIX. Este último elemento es fundamental, porque el musical se nutre, en buena parte, del esplendor escenográfico y del vestuario, que aquí, en efecto, se explota con un gusto exquisito; a veces con alardes de belleza que subraya la delicada iluminación: es la caligrafía perfecta, el conocimiento enorme de Mario Gas, capaz de prestar su sensibilidad lo mismo al drama, a la tragedia o al juguete bufo (Golfus de Roma, de los mismos autores, o Sweeney Tood), sea musical o teatro de texto.
    Un juego de amor, un cruce de engaños y de verdades que se entremezclan; imposibilidad de ser fiel, o la defensa de la infidelidad entre la ironía zumbona e inocente, lo que producen en el público una rara complicidad; como si en el patio de butacas existiera una cierta solidaridad con todo ese engaño: algo tiene esta comedia para que, en su aparente fantasía, nos resulte familiar, aunque, eso sí, se acepte como algo que ocurre hace cien años.
    A ello hay que unir, sin duda, esa calidad escénica a la que nos referíamos, y que pasa, naturalmente, por un plantel de intérpretes formidable. Constantino Romero: voz, presencia, entendimiento; Vicky Peña, fascinadora como siempre, delicada y de espléndida voz, como su compañero; la sabiduría de Montserrat Carulla; el divertido atribulamiento de Ángel Llàcer; o el buscado enervamiento fatuo de Jordi Boixaderas, aunque todo el largo reparto está a su misma altura. Suena muy bien la música, que dirige Manuel Gas desde el foso del teatro Albéniz. Todo posee esa firma impecable que se intuye apenas leer los créditos en el programa de mano.
Enrique Centeno

sábado, 17 de septiembre de 2011

Achipé, achipé... *

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Autor: Antonio Ozores.
Intérpretes: Manuel Zarzo, Emma Ozores,
Nicolás Dueñas, Lucía Bravo.
Escenografía: Alberto Cortés.
Teatro: Arlequín. (3.2001)
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El viejo humor

Declara Antonio Ozores, el autor, su admiración por el programa televisivo Cine de barrio y su añoranza por aquel humor –de la caspa- de los años más malditos del cine español. Lo cual, junto al propio título de esta función, eximen al crítico de situar y establecer los parámetros en los que la comedia se mueve. Sólo queda el apunte de lo que pasa en el escenario del Arlequín.
    Y lo que pasa es que se ve una de esas comedias de humor blanco, lo que solía llamarse “familiar”, es decir, que no “ofendiera” a nadie, que no molestara a lo correcto. No está mal esta obra. Hay una primer acto algo soso, que se agota, y un segundo en el que Ozores crea situaciones muy chispeantes e ingeniosas en las que su peculiar personalidad se hace notar logrando algunos momentos muy divertidos. No hay más. Es el teatro de la nada, el viejo juguete cómico, aunque cuente con una excelente interpretación, sobre todo en Emma Ozores, a la que nunca habíamos visto tan fresca y estupenda, o con un divertido Nicolás Dueñas junto a los irreprochables trabajos de Manuel Zarzo y de Lucía Bravo. Sobre todo en el segundo acto, el público se ríe mucho de tanta gansada, de tanto disparate, de tanta bobada. Teatro del de antes, ya superado, como el viejo cine de barrio, que quizá en televisión pueda tener un interés histórico pero que en la escena, a la que se quiere viva y actual, dota de un sabor directamente rancio.
Enrique Centeno



 

After sun **

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Autora y director: Rodrigo García.

Intérpretes: Patricia Lamas, Juan Loriente.
Teatro: Nuria Espert (Fuenlabrada). (28.10.2000)
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Imágenes rasposas
 
Ora vez deja de sorprendernos el novísimo autor Rodrigo García, a pesar de las imágenes impactantes que continuamente busca, entre lo que venimos en llamar teatro, y lo que suele denominarse performance. No necesita este creador actores -propiamente dicho-, sino ejecutantes más o menos preparados físicamente que, servidores de las imágenes concebidas por García; no importa, incluso, que no sepan hablar.
    Este es un espectáculo ácrata, en el sentido más peregrino y pedestre del término. De forma cruda, a veces rasposa y cruel, el autor nos quiere dar un retrato de las miserias que nos rodean. No codifica, no analiza, no entra en los temas. Pero éstos están ahí, en su cotidianeidad que él muestra con rasgos esperpénticos. Y se va refiriendo a la basura de la carretera y los automóviles, a la miseria de los nuevos barrios en las grandes ciudades, a la política sin horizontes, a los partidos políticos como empresas de márketing, a la comida basura, a la clonación y el mimetismo.
Son muchas cosas, demasiadas tal vez: un eructo, como suelen ser siempre las obras de este autor. Una pirueta que pontifica sobre nuestros males, como un profeta o un pastor apocalíptico de esos que no entran en el análisis, sino en el miedo, en la testificación, ciertamente ingenua, de este mundo postmoderno.
Lo que queda, cuando termina el espectáculo, es la sensación de una tertulia de taberna pasada por un creador de imágenes; es decir, algo muy liviano que se salva tan sólo por una iconografía, a veces de indudable potencia, para la cual Rodrigo García no repara ni escatima escenas de riesgo, sea a través de desnudos, de muestras escatológicas o de crueldades con animales. Posee una excelente caligrafía, pero, al final, “fuese y no hubo nada”, como dijo el poeta. Puede que eso es lo que pretenda el autor, pero se contradice con ese dogmatismo denunciador, que parece ser lo que inspira sus imágenes y sus textos. Ah, sus textos: melopeas de superposición de palabras, de juegos de sinónimos, de frases hechas en un alarde compilatorio que, a veces, sorprenden y otras muchas aburren.
Enrique Centeno

Baldosas ***

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Autor: David Desola.
Intérpretes: Nicolás Dueñas, Beatriz Bergamín,
Alexis de los Santos, Arsenio León, Karola Escarola.
Escenografía: Christian Boyer.
Dirección: Jesús Cracio.
Teatro: Arlequín. (2.11.2000)
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Un teatro muy nuestro

Estas baldosas, que dan título a la comedia, son aquéllas con las que sueña una joven pareja en poder pisarlas: la metonimia de una vivienda imposible de conseguir. Los apuros, en la jungla de la especulación, para encontrar un espacio, cuando se posee, únicamente, un sueldo de operario. Pero no se asusten, porque el drama está servido en clave de farsa. Excelente humor de completo despiporre que no impide la acidez que el autor descarga sobre el espectador.
    David Desola obtuvo con esta obra el Premio Marqués de Bradomín, un prestigioso galardón reservado a autores menores de treinta años. Es estimulante comprobar que lo que hacen es recoger lo mejor de nuestra tradición realista, injustamente enterrada: mezclarla con el sainete, y devolvernos, como aquellos autores –el espíritu de Lauro Olmo anda por ahí, entre bastidores-, el espejo de lo que nos ocurre. Con más humor, posiblemente; con una pizca más de distorsión, pero continuando, sin duda, de ese teatro que mira a la realidad cotidiana para mostrarnos la España que no va tan bien. Pero, como no son buenos tiempos para el drama, David Desola lo reviste todo con el caramelo del humor, el mismo que servía a tantos de nuestros autores -como Mihura-, para escamotear su denuncia.
    El resultado es un espectáculo divertidísimo, muy nuestro tanto en las situaciones como en el lenguaje y los personajes, que son de carne y hueso. El autor, todo hay que decirlo, no parece encontrar un final para su formidable juego, y deambula entre varias posibilidades para terminar, creo yo, en una especie de desenlace mágico, ajeno el resto de su fantasía realista. En todo caso, la invención ingeniosa de estos protagonistas que han comprado cuatro baldosas de un piso, y sobre ellas apoyan una inmensa cama a la que adosan sin apoyos todos los aditamentos para la supervivencia. Acciones magníficas y variables, muy divertido y de situaciones inacabables.
    En la original escenografía ideada se mueven, con sabor, un plantel de excelentes actores, desde el siempre seguro Nicolás Dueñas, la fresquísima Beatriz Bergamín, o con ese albañil atribulado que hace Alexis de los Santos, además de la inmensa Karola Escarola.
    Lo ha dirigido con su habitual entendimiento Jesús Cracio, y constituye todo ello una de las apuestas más reconfortantes de nuestra cartelera, en referencia a los autores españoles, tan abandonados.
    Parece que el variable teatro Arlequín, tras Sopa de mijo para cenar, presenta una programación vigorosa, viva, alejada del mausoleo que caracteriza a muchas de nuestras salas; lo cual es un riesgo, casi suicida, pero necesario. Aplaudir con los mejores deseos, por la cuenta que nos tiene.
Enrique Centeno

viernes, 16 de septiembre de 2011

Azaña, una pasión española ***

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Textos de Manuel Azaña.
Selección y aptación: José María Marco.
Intérprete: José Luis Gómez.
Música: Alejandro Massó.
Espacio escénico: Mario Bernedo.
Dramaturgia y dirección: José Luis Gómez.
Teatro: La Abadía. (6.10.2000)
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Un político singular

En tiempos en los que la figura de los políticos resultaban, con frecuencia, patéticos, y conmueve -se esté de acuerdo o no con sus ideas- la talla humanística de Manuel Azaña, su conocimiento de la España y su pasado; su cultura y la preocupación por conservar y cultivar el patrimonio intelectual, de luchar por conseguir la equivalencia, según sus palabras, “entre hombre libre y ciudadano español”.
    Azaña habla de la patria o de España, sin rubor, como lo hace el propio sentimiento cervantino; o vaticina, a pesar de ser él quien consiguió que fuera aprobado el Estatuto de Cataluña, los problemas que acarrearía el nacionalismo, tanto allí como en el País Vasco. No se trata de hacer un panegírico: el propio intérprete, José Luis Gómez, abandona un momento el personaje para advertir que, lo que está diciendo, no son sus palabras, sino las de Azaña, con un guiño probablemente de doble sentido.
    Es seguro que, desde una ideología anarquista, se deteste al político Azaña, tolerante con la Iglesia, opuesto a armar al pueblo ante la sublevación militar, o permitiendo la histórica matanza que sufrió el Anasrquismo en Casas Viejas. Por ello, lo que hay que buscar en este espectáculo no es la afinidad ideológica, ni la santificación, sino esa categoría humana hoy perdida.
    Premio Nacional de Literatura, escritor, poeta, dramaturgo, ateneísta. La figura de Azaña sería hoy impensable verla presidiendo un gobierno. Sus textos, seleccionados para esta ocasión, suenan como si pertenecieran a un político de otro mundo.
    Se encarga de ello José Luis Gómez, en un espacio escénico evocador, sencillo y crepuscular, entre humo de cigarrillos y luces amarillentas. Se mueve allí el actor sin aspavientos, y tras la sobriedad de su personaje y el nulo exhibicionismo. Todo un estudio de movimientos, de formas de avanzar, de sentarse, de respirar. En efecto, Gomes respira junto a Azaña; cambia el registro de su voz desde el cansancio a la indignación, desde la vehemencia al más hermoso lirismo. Y el público le acompaña, como en una ceremonia civil, en la que no es preciso estar con Azaña, pero es impensable no admirar su categoría intelectual. Así lo debe creer Gómez, que ya hizo esta función hace una veintena de años, y que después puso en escena La velada en Benicarló de este político alcalaíno.
Enrique Centeno

Beckett...

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Textos: Samuel Beckett.
Manipuladores: Sandra Vargas, Luiz André Cherubini,
Miguel Vellinho, Alzira Andrade.
Dirección: Luiz André Cherubini.
Teatro: Pradillo. (Festival de Otoño). (18.2.99)
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Las limitaciones de un muñeco

Por fin ha conseguido arrancar el esperado Festival de Otoño de Madrid. La fiesta inaugural hubo de ser suspendida tras la penúltima barbarie nacionalista, y el primer espectáculo, el recital de Ute Lemper, interrumpido por indisposición de la artista. Y así, de este modo, se produce el hecho fortuito de que el inicio de este evento se produzca en una sala alternativa, la Pradillo, y con un espectáculo de títeres.
  Acto sin palabras es obra inquietante, muda, que muestra la imposibilidad y la desesperanza tanto en su versión I –de mayor calidad- como en la II. El hombrecillo sometido, esclavizado, desesperanzado y agobiado, que ni siquiera podrá conseguir su último deseo de ahorcarse.
    Hacerlo con un muñeco -que es el caso de esta compañía brasileña dedicada a los títeres-, se convierte en un arma de doble filo. Porque Beckett, es cierto, muestra al personaje como un ser manipulado; pero, al mismo tiempo, la escenificación con este objeto-personaje aleja la metáfora y cae en el peligro de convertir todo en un juego perdido de la realidad, cuando el autor irlandés quiso expresar en un ser de carne y hueso, no en una figura de madera. Hay otro elemento negativo en esta apuesta: las posibilidades casi infinitas de la manipulación de muñecos, son aquí más bien pobretonas, como ya superadas y vistas mil veces. Lo que el mundo del títere permite –ya sea de varilla, de guante, de sombras, de transparencias o de manipuladores a la vista del público- es un lenguaje diferenciador del que hace posible la utilización de actores. En este caso, estamos ante una mera traslación de la obra de Beckett a un muñeco, y eso no parece suficiente para la transcripción iconográfica.
    El espectáculo se completa con Impromtu de Ohio, esta vez hecho por actores, lo cual otorga una desigualdad en un equipo desconcertante; más aún, porque no aporta nada al difícil texto visto ya repetidamente. En definitiva, una primera parte que devalúa el original, y una segunda que no ha indagado ni recreado el texto. Hay un violinista -en directo- que ilustra escenas y efectos: si no fuera por su virtuosismo (que sustituye al silbato del original en Acto sin palabras), todo se vendría definitivamente abajo. Aunque, de todos modos, y a pesar de su corta duración –una hora-, el espectador desea que todo aquel aburrimiento se acabe cuanto antes.
Enrique Centeno

Besos ***

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Autores: Carles Alberola y Roberto García.
Intérpretes: Noelia Pérez, Carles Alberola, Verónica Andrés,
Carme Juan, Alfred Picó. Coreografía: Rosa Ribes.
Dirección: Carles Alfaro.
Teatro: Príncipe Gran Vía. (18.1.2001)
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El humor de nuestros días

En muy pocos años, la joven compañía valenciana Alberola está encontrando un espacio peculiar, ése que reclama también un nuevo público que, sensible a nuevas tendencias del humor escénico, va acudiendo a nuestras salas. El estreno de estos Besos se produjo el mismo día que Los caciques, de Arniches. Asistió el crítico a ambas representaciones, y pudo entonces constatar la diferencia que hay entre un clásico y un autor pegado a su inmediata realidad. Esta función de Besos es seguro que no pasará a la posteridad, pero, a diferencia del título anteriormente mencionado, pertenece a nuestro imaginario, a nuestra propia realidad; y su parodia y socarronería está pegada al propio día a día. Yo creo que eso es lo que hay que pedirle al teatro, entre otras cosas.
    Besos presenta una serie de escenas sueltas en las que cuatro intérpretes, en clave minimalista, hacen un repaso por la soledad cotidiana; el sexo, el amor, el matrimonio, el engaño, el ridículo individual, lo absurdo de cada día, destrozando tabúes y dando a todo ello un tratamiento inteligente e hilarante.
    El procedimiento de la compañía –hace un par de años nos sorprendió ya con Mandíbula afilada- parte, en esta ocasión, de un curioso procedimiento: recordar versos de canciones muy conocidas, casi todas ellas de la cultura de la caspa, para introducirlas, de un modo natural, en los diálogos o, en ocasiones, cantar íntegramente algunas de sus estrofas. El resultado, desde Las flechas del amor, Hartos de rotar como una noria; vivir Escándalo, es un escándalo; o reafirmar que Los chicos con las chicas tienen que estar; o preguntar Quién es él, por ejemplo, produce una permanente carcajada ante una habilidad incansable sobre citas, y más citas, que despiertan la memoria.
    No vaya a pensarse que todo ello es un mero ejercicio de habilidad: por el contrario, todo ello se introduce en situaciones y diálogos inteligentes, muy veraces y reconocibles. Las canciones, las coreografías de bailes paródicos –anda por ahí un estilo que recuerda a la compañía La Cubana-, la limpieza y un cierto aire kitch consi-guen una permanente complicidad con el público. Más aún, porque sus cuatro intérpretes buscan y encuentran ese guiño, todos ellos perfectos, comunicati-vos, frescos. El espectáculo suministra, por todo ello, una hora y media de ver-dadero placer.

Enrique Centeno

domingo, 4 de septiembre de 2011

Brecht... aquí y ahora ****

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Textos: Bertolt Brecht.
Música: Kurt Weill, Hanns Eisler.
Intérpretes: Hanna Schygulla, Matthiu Gonet (piano).
Escenografía: Lise-Marie Brochen.
Teatro: La Abadía. (29.10.2000)
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Una diosa pagana

“Gracias. Es la primera vez que hago este trabajo en español”. Así descargó su tensión Hanna Schygulla, ante un público entusiasta que aplaudía sin cesar al terminar la noche del estreno. Después, un par de bises, el primero de ellos el Blbao Song y, para terminar, una hermosa balada del francés Deval.
    Había transcurrido más de hora y media de un recital donde se combinan una quincena de canciones con textos muy conocidos de Brecht en las músicas de su imprescindible Kart Well. Recordaba la Schygulla su propia vida, desde que, a los tres años, quiso ya subirse a un escenario. Y siempre Brecht, porque asegura que “ningún poeta de este siglo ha dejado tantas huellas en mi”. Y desde cualquier breve texto de las Historias de almanaque del pensador, pasa la actriz de un modo líquido a entonar el Machie Navaja, a mostrarnos al Brecht dramaturgo más didáctico, con el lamento del caballo despedazado: y es que, ya lo recuerda ella, pensaba que desde el escenario no hay que gustar, sino mostrar, enseñar. Pero Hanna gusta, encandila con su voz, con su sinceridad, con un pálpito y una credibilidad que produce algo parecido a la devoción.
    No debe, desde luego, preocuparse por ello, porque el espectáculo no pierde un ápice su finalidad de enseñar: primero, que una actriz no se improvisa, y que para pisar y respirar con el público, para ser literalmente adorada en su actuación, hay que creer lo que se dice, y dominar el más difícil oficio de las artes. Por eso, a medio camino entre el didactismo y la pasión –recuerdos de Fassbinder, de quien fue musa y fetiche-, va la actriz desgranado los vivos poemas de Brecht, ahora con su lenguaje alemán, con las enseñanzas del maestro que pide que pensemos en él con indulgencia, porque ellos, aun queriendo un mundo de amistad, no pudieron ser amables.
   Después de que el papanatismo necrófilo que caracteriza nuestra cultura reaccionaria quisiera enterrar a Brecht desde hace un par de décadas. La figura del fumador mujeriego, del exiliado antinazi, del represaliado antifascista. El del mayor innovador de los procedimientos teatrales que ha dado el siglo parece, ha sido restituida. Este es, sin duda, un espectáculo para la memoria y una ocasión de contemplar a una deidad pagana sobre un escenario, entre el placer y la reflexión: es lo que el dramaturgo buscó siempre. Vean y comparen.
Enrique Centeno

Cartas a Delmira **

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Autora: Delmira Agustini.
Intérprete: Florencia Saraví Medina.
Dramaturgia y dirección: Marcelo Nacci.
Lugar: Casa de América. (25.5.2001)
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Poesía de la pasión

La vida y la obra de Delmira Agustini (1886-1914) tienen ecos del más tópico romanticismo, a pesar de que la poetisa uruguaya fuera muy anterior a aquel movimiento. Apenas casarse, se separó de su marido y mantenía clandestinamente su relación con el amante. Relaciones que consumaba en la habitación de un hotel.
Allí, con tan solo 28 años, fue muerta a tiros por su exmarido, que se suicidó a continuación. Su poesía es igualmente pasional, cargada de erotismo, vehemente sexualidadd, también con los recursos más elementales del viejo Romanticismo. Tal vez lo más admirable de su obra sea el aliento sincero y la ausencia de artificiosidad. Una vida y una obra, como se ve-y que hemos conocido- tentadora para construir un personaje teatral.
    Es lo que hace este espectáculo, también lleno de palpitación, de pasión, de sinceridad. Se repasan en él momentos de la vida de Agustini, y se dicen un puñado de poemas y de cartas que conforman no sólo el universo literario, sino también el biográfico. Quien se atreve con todo ello, es una excelente actriz argentina, Florenci Saraví Medina, de buenas dotes y un dominio completo del espacio, por donde se mueve y se transforma metiéndose en la piel de la joven escritora, y haciendo latir la sala.
Enrique Centeno


Concierto para 48 voces ****

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Autores: Poetas de habla hispana de ayer y de hoy.
Versión y dirección : José Sámano.
Interpretación: Lola Herrera, Chete Lara.
Teatro: La Zarzuela. (2.3.2000)
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Poesía de la emoción

El movimiento Tierra de Hombres, de ayuda a la infancia, dio un codazo a los Echegaray, a los Ramos Carrión o los Federicos Romero, para introducir, en el teatro de La Zarzuela, las voces de casi cincuenta grandes de la verdadera poesía española y latinoamericana. Fue un recital hermoso, emocionante, conmovedor, que la institución mencionada –a la que la reina de España dio plantón, lo cual no importaba en absoluto- dedicó para recaudar fondos, digna forma que hay que aplaudir.
    El espectáculo parece estructurado en cuatro grandes temas. Primero, la palabra en sí misma (“Si dices una palabra más, me moriré de tu voz”, Dulce María Loynaz; “Me queda la palabra”, Blas de Otero). Sigue el tema del amor, en el que, desde el misógino Quevedo o el místico Juan de la Cruz (“decidle que adolezco, peno y muero”), hasta Cernuda, Valente o Alberti. Escuchamos algunos de los más hermosos poemas de nuestra literatura. Y la muerte, claro está. Y Dios, cómo no. Aunque sea para “romper a Dios la frente” (León Felipe). Bécquer con sus empalagosas golondrinas, Bergamín , Lorca, Brines, Vallejo, Lorca, Gil de Biedma... Palabras, amor, muerte o Dios. Un espectáculo que a veces obliga a cerrar los ojos y dejar que las palabras entren por los oídos y se detengan en cada poro de la piel. Nuestros poetas.
    Quienes nos hacen llegar tanta emoción, tanta lucidez, tanta rabia en ocasiones, son Chete Lera y Lola Herrera. El primero, que ha tejido su carrera de actor entre proyectos imposibles y entrañables, entre grupos independientes y salas alternativas, presta su voz, bronca ya, su apasionamiento, su casi descontrolada vivencia a cada poema. Lola Herrera es la voz de cristal, limpia, como una lección inmensa de sonidos puros, de un castellano que casi ya no se oye. Es verdad que, para mostrar el sistema fonológico del español, debería recurrirse a Herrera, pero en esta gran actriz hay otra muchas cosas: el entendimiento, el desentrañamiento de los textos, la musicalidad que sabe extraer de cada poeta. Se cortaba el aire, denso y conmovido, la noche de este inolvidable recital. A pesar de que el director, José Sámano, se permitió el disparate de romper estrofas para introducir breves apostillas a los poemas. Debió ser lo único que hizo, porque el resto eran dos atriles, dos actores, la palabra y la emoción.
Enrique Centeno

Danza de ausencia **


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Autor, director y espacio escénico: Jesús Campos.
Intérpretes: Claudia Gravi, Teresa Vallejo, José Lifante,
Mario Vedoya, Sylvia Peleija, Maite Brik, Goyo Pastor.
Lugar: Museo del Ferrocarril. (30.10.2000)
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Monólogos con la muerte al fondo

Tres monólogos, tres danzas alrededor de la muerte, eran el material original con el que Jesús Campos obtuvo el Premio Castilla-La Mancha allá en 1991. No tiene nada de particular que no se haya estrenado hasta ahora, porque Campos, que es también director y decorador, no permite que nadie monte sus textos excepto él mismo. Ha conseguido hacerlo ahora añadiendo al original premiado, otras dos danzas que, como las premiadas, son monólogos sobre el mismo tema.
    La razón por la que Campos prefiere poner en escena sus propios textos, es que piensa que estos deben crecer y ser reinterpretados por él mismo, y en este espectáculo tal idea queda clara, porque no respeta sus propias acotaciones, ni las sugerencias para el escenógrafo o el figurinista, que en su día escribió (la obra está publicada por la Junta de Comunidades, 1992). Es creador de mucho riesgo, y aún se recuerda su paso por el Festival de Otoño el año pasado con una apuesta singular, A ciegas. En esta ocasión, ha creado cuatro espacios diferentes, muy contrastados, sorprendentes en su plasticidad, su iconografía sugerente, e incluso en la diferente disposición del público en cada una de ellas –situadas en diferentes lugares, como un teatro itinerante-, y las atmósferas con las que sorprende al espectador. Como cortina permanente, la danza de la muerte, el mito de la parca conduciéndolo todo para terminar, entre guadañas, tambores, en un desfile de la Santa Compaña.
Fotos de Daniel Alonso 

    Es una función fuerte, tanto en su aspecto formal –se trata de duros monólogos- como en su contenido, como se comprenderá. Lo era especialmente la noche del estreno, en la que la muerte real estaba presente en el ánimo de los espectadores madrileños, horrorizados por el crimen. Con la excepción de una de las danzas, la de los veraneantes, se trata de textos trágicos, con la muerte anunciada en las primeras imágenes. Muy literarios, también, porque Campos posee una escritura de calidad. Y hay que decirlos muy bien, de modo que se ha hecho un estupendo reparto, con algunos momentos verdaderamente magistrales, como el monólogo de Claudia Gravi o, el último de Maite Brik, el colofón dignísimo, de esta tragedia de la que sale uno con el cuerpo algo alterado, como si terminara de leer las Coplas de Jorge Manrique. Es sin duda lo que su autor pretende.
Enrique Centeno


Diez negritos **

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Autora: Agatha Christie.
Adaptación y dirección: Ricard Reguant.
Intérpretes: Beatriz Barón, Mark Sanjuán, Pablo
Calvo, Mónica Aragón, Alfonso Arteche, Toni
Valento, Amparo Climent, Lia Uyá, Mª José del Valle,
Paco Cecilio, Salvador Arias.
Escenografía y figurines: José Miguel Ligero.
Teatro: Muñoz Seca. (20.9.2000)
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Un clásico de Aghata Christie

Agatha Christie (1890-1976)
Aceptada ya la habitual presencia del género de misterio o policiaco en nuestra cartelera, llega ahora uno de los títulos más conocidos y vistos (versiones cinematográficas) de Agatha Christie, Diez negritos. La originalidad de esta trama, como se sabe, es que parte de una canción conocida (en el montaje se da primero en off, con el telón bajado, para que la retengamos) en la que cada una de las estrofas va anunciando el procedimiento de los sucesivos crímenes. De modo que, más que la sorpresa, se espera el procedimiento, e incluso, más aún, quién será la siguiente víctima entre los visitantes a una mansión a la que han sido invitados y cuyo anfitrión no llega nunca a aparecer.
    La misteriosa mansión, situada en una isla desierta e incomunicada, acoge a una galería de personajes todos ellos con un turbio pasado, de modo que los crímenes, más que macabros, los presenta la escritora inglesa como el acto de un justiciero en la sombra. Todo lo cual lo sabe el espectador, de modo que lo importante de verdad, desde que se levanta el telón, es mirar la puesta en escena, cómo se ha hecho el trabajo, y si éste estará verdaderamente a la altura del famoso texto.   
 Un día habitual, no de estreno, escuchábamos murmullos poco comunes en la sala: espectadores que comentaban entre ellos, que se explicaban lo que creían adivinar, o se anticipaban a lo que iba sucediendo, lo cual no era sino el signo de que la trama se seguía con pasión.
    Lo que a nosotros nos pareció es que la función estaba hecha con desgana. Ricard Reguant, experto ya en este género, no ha cuidado suficientemente la ambientación –aunque cuenta con un buen decorado-, ni los ritmos, ni la iluminación, ni la interpretación. En el último capítulo aparecen, junto a algunos intérpretes consistentes –Paco Cecilio, María José del Valle, sobre todo-, y otros de torpeza incomprensible, porque una obra tan coral, como ésta, precisa de un engranaje actoral perfecto, y aquí se producen claras lagunas, por no hablar de verdaderos trabajos lamentables. Es el mayor naufragio de esta función, aunque no el único, como queda señalado.
Enrique Centeno

Don Juan Tenorio **

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Autor: Don Juan Tenorio.
Adaptación: Enrique Loret.
Autor: José Zorrilla.
Intérpretes: Juan Carlos Naya, Ramiro Oliveros, José Carabias,
Pepe Sanz, Abigail Tomey, Antonio Medina, Joaquín Molina,
Fito López, Juan Lombardero, Carmela Cristóbal, Ana María
Vidal, África Pratt, Verónica Luján, Nicolás Romero, etc.
Escenografía: Francisco Sanz.
Dirección: Gustavo Pérez Puig.
Teatro: Español. (18.10.2000)
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Otro Tenorio

Hubo un tiempo en el que, cada noviembre, los teatros de toda España –entre ellos un buen número de los de Madrid- reponían la popular obra del chulo insolente ideado por Zorrilla, y tomado de ese grandioso Tenorio que creó Tirso, transgresor y consecuente. Desde hace unos años sólo el Español ha retomado esa tradición, graciosa y entrañable, de recordar los ripios del poeta vallisoletano, aunque esta temporada la Compañía Nacional de Teatro Clásico mostrará también al tramposo sevillano -dentro de unos días-, uniéndose también a tan simpática tradición. Se hacía coincidir su estreno con el Día de Difuntos –2 de noviembre-, por ser éstos personajes importantes de la trama de Don Juan, pero el teatro Español ha querido en esta ocasión hacer madrugar al calavera.
    También, como cada año, el crítico debe decir algo, y tiene la inevitable sensación de repetirse. Dicho ya todo sobre el texto, reiterada hasta la saciedad que consideramos esta obra como menor, mal construida, de pobre versificación en su mayor parte, pero brillante y complaciente, lo que cabe es referirse a cómo se ha trasladado esta vez a la escena.
    Pérez Puig, el director de este coliseo municipal, prefiere siempre lo tradicional, no solo en los títulos, sino en la puesta en escena. Probablemente piensa, con el Alcalde, que en eso reside el casticismo: en la conservación y la huida de cualquier innovación. Como ya se sabe esto, se va con la esperanza, al menos, de que haya una buena caligrafía. Este Don Juan es mejor que los anteriores y, aunque no renueva gran cosa, estiliza, en cierta medida, el decorado, posee un vestuario hermoso, y se arriesga con una escena de efectos sorprendentes, en el cuadro final del mausoleo con las ánimas ante el don Juan atribulado: “y seré quien siempre he sido/ no queriéndolo ahora ser”, parece recitar entre bastidores el director, con versos de su personaje.
    Dentro de esa tradición, se iba también a ver al actor, al Tenorio; o sea, a Ricardo Calvo, a Borrás, Dicenta, Guillermo Marín, Luis Prendes o Carlos Lemos, por citar a algunos. Era, para ellos, un acto de divismo, un alarde, un recital, una exhibición, y eso es algo que se ha perdido; y si no, fíjense ustedes en la desfachatez interpretativa del mediocre Juan Carlos Naya. Como en otras ocasiones, el director cambia al actor en la segunda parte, para aparentar mejor la madurez que le dan los años transcurridos. Se le encarga a Ramiro Oliveros, que aprovecha muy bien las deficiencias vocales y el desconocimiento del verso del joven don Juan, para un lucimiento de sonoridad y recitación brillante. Y se ve entonces a un Tenorio, es verdad que excesivamente declamatorio, pero un don Juan, al fin, que en la primera parte es completamente increíble.
    El resto del reparto resuelve con eficacia, a veces con buen sabor, como es el caso de Ana María Vidal, una estupenda Brígida, o el de José Carabias como el posadero. Y todo lo demás transcurre dentro de un orden, sin estridencias, sin nada de particular, diríamos. Otro Tenorio, vamos.
Enrique Centeno




Don Juan Tenorio **

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Autor: José Zorrilla.
Versión: Yolanda Pallín.
Intérpretes: Ginés García, Juan José Otegui, José Tomé, Walter
Vidarte, José Segura, Cristina Pons, Paca Lorite, Juan Antonio
Quintana, Arturo Querejeta.
Escenografía: José Hernández.
Vestuario: Rosa García.
Iluminación: Miguel Ángel Camacho.
Dirección: Eduardo Vasco.
Teatro: La Comedia. (14.11.2000)
(Compañía Nacional de Teatro Clásico)
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Un don Juan trágico

A Eduardo Vasco, el director de este Don Juan Tenorio, le pasa sin duda como a nosotros mismos: no le gusta el texto de Zorrilla, pero se lo han encargado montar; y allá va.
    Hay aquí una Hostería del Laurel reducida a una mesa; un convento que no se ve; una quinta de don Juan apenas insinuada; incluso un sofá que ha desaparecido, porque la seducción susurrante del conquistador es capaz de llevarse a cabo a ocho metros de distancia de su enamorada; la mesa para cenar está a un lado del escenario, y las sillas al otro. De modo que es imposible sentarse junto a ella; por no haber, no hay, en fin, ni panteón ni estatuas. Se persigue la originalidad, porque este es uno de esos montajes en los que, ante todo, y por encima de todo, importa el lucimiento y las ocurrencias del director, que pertenece a esa escuela de los dueños del mundo escénico. No se trata, exactamente, de una transgresión –la hizo brutalmente el director Ángel Facio hace ya muchos años- ni de una irreverencia –en este escenario Marsillach ya situó al mito en época romántica con El burlador de Sevilla, de Tirso, inspiradora de este juego de Zorrilla-, sino una especie de empeño en no hacer nada tal como fue concebido. La dichosa firma que a este director le llevó a pervertir el año pasado a Lope.
    A Yolanda Pallín, con la adaptadora le pasa también algo parecido en cuanto a su gusto por Zorrilla. De modo que ha suprimido muchísmos versos, escenas enteras incluso, aun a sabiendas de que es un texto que nos sabemos casi de memoria. A ella, como a Vasco, hubiera preferido a Shakespeare, sin duda. Y por ahí va el espectáculo: claroscuros tenebrosos; escenas más cercanas a la tragedia que al drama; desdibujar los personajes “graciosos”. y engrandecimiento artificioso de los chulos –don Juan, don Luis- para intentar dotarlos de una dimensión que nunca han tenido. Es seguro que, con montajes como este, Don Juan no hubiera jamás llegado a su popularidad, y a ser la obra más representada de nuestro teatro, a ser aprendida y disfrutada, en todas las ciudades españolas, por estas fechas como tradición cultural. Porque lo chusco, lo contundente, lo tonto y lo obvio del Tenorio –se han hecho docenas de parodias con él- es, seguramente, el contrapunto a la fiesta de los Difuntos en la que se representaba. Sus méritos y su gracia está sin duda en eso, en que es una obra mal construida, de pobre versificación, de efectismo sonoro, de machismo jocoso, de catolicismo tridentino. Por eso divierte, por eso es una guasa verla. Este montaje no da guasa alguna. Es pretencioso, adulterador de la obra, traidor.
    Todo lo anteriormente dicho, nada tiene que ver con la caligrafía formal: queremos decir que, aparte del dislate de partida, en el que ni el desdichado escultor tiene esculturas, Eduardo Vasco dirige con gusto, armoniza bien las escenas -si exceptuamos la penosa resolución de las apariciones, a base de proyecciones-, el juego de actores, y ha hecho que le iluminen muy bien al servicio de su buscado claroscuro. Y que hay un buen reparto, con un don Juan excelente, a pesar de sus greñas, que consigue casi esa visión trágica que el director le pide. Es Ginés García, a quienes secundan bien José Tomé –don Luis Mejía- Walter Vidarte, Juan José Otegui, Cristina Pons -doña Inés-, José Segura y Juan Antonio Quintana, entre el largo y cuidadoso reparto.
    Se da, a pocos pasos del teatro de la Comedia, otro Tenorio, el de Pérez Puig en el Español. No referirse a ello parecería una evasión. No nos gustó éste último que vimos hace días, porque parecía anclado en el pasado, como si el desarrollo del teatro, de sus recursos icónicos, se quedaran en la triste frontera del coliseo municipal. Las objeciones al que presenta la Compañía Nacional de Teatro Clásico no vienen, por tanto, de su riesgo e innovación -una apuesta imprescindible-, sino de su gratuidad e inconsistencia de ese empeño en el “aquí estoy yo” de ciertos directores.
Enrique Centeno